Rusia
Cualquiera pensaría -yo el primero- que los rusos, tras este hundimiento económico, se hallarían desesperados. No lo están. No se muestran desesperados, sino sólo desesperanzados. No postrados, sino despojados de esperanza. De esta manera regresan a su estado habitual, caracterizado por tratar de sobrevivir mientras les sobrevienen las cosas. Parece imposible que la pensión de un jubilado no llegue a las dos mil pesetas, poco más de lo que le cuesta el té y el pan, y que, no obstante, el gremio no haya pegado fuego al ministerio. Parece inexplicable que a la decisión bancaria de bloquear los depósitos y asegurar sólo el reintegro de la mitad nadie arrase las oficinas. Parece, en fin, irreal que en Moscú, donde escribo, se observe un ambiente tan activo como si no pasara nada, desfilen Mercedes y Volvos o se vean magníficos escaparates de Gianni Versace y Guerlain tal como si fuera un infundio lo que se cuenta por el mundo. ¿Qué opinan, sin embargo, los rusos comunes? Los rusos dicen que sufren una crisis importante pero sólo una crisis más. Una quiebra provocada, como las otras, por la incompetencia del Gobierno, su aparato corrupto y expoliador. Esta semana, el semanario Ogoniok, pionero en la perestroika, titula así: "Objetivo estratégico del Gobierno: acabar con la población". Y ésta es la idea que la población ha asumido desde hace tiempo. Los gobernantes son los enemigos naturales que generan dolor, el Estado es una fatalidad equivalente a una fuerza negativa. ¿Solución? No existe. O bien, cualquier solución surgirá de la misma naturaleza de lo fatal. De la mágica aparición de un líder, de una nueva utopía o de una apocalipsisis regeneradora. De forma que no hay nada que hacer ni por qué desesperarse. Lo consecuente es permanecer, como ahora, impertérritos. Heroicamente desesperanzados.
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