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¿Elecciones con prímulas o con violetas?

¿Marzo o noviembre? ¿Prímulas o violetas? ¿Fresones de Huelva o palosantos? Los nacionalistas catalanes no saben bien qué les conviene más: si anticipar las elecciones autonómicas al 7 de marzo de 1999, tal como parecía decidido hasta hace un mes y medio, o agotar la legislatura y abrir las urnas en noviembre de ese año. Esta legislatura autonómica -que arrancó en noviembre de 1995 con la quiebra de la mayoría absoluta de CiU- ha sido rica en especulaciones sobre el calendario electoral. Al presidente de la Generalitat, Jordi Pujol, le horrorizaba que los comicios catalanes pudieran quedar encajonados entre dos citas electorales de ámbito estatal: las municipales de junio de 1999 y las legislativas, previstas para el 2000. Temía que, en esa circunstancia, las autonómicas devinieran unas primarias de las generales y que CiU quedase desplazada de un debate polarizado en torno al PSC y al PP. En abril de 1997 Pujol empezó a hacer amagos de adelanto electoral. Sus colaboradores lanzaron entonces la primera especulación: la cita con las urnas podría avanzarse a la primavera de 1998. Esta opción, que habría reducido la legislatura casi a la mitad, duró poco tiempo en pie. Enseguida sucumbió ante una nueva fecha, algo menos osada: otoño de 1998. Ésta, como la anterior, tenía la ventaja de coger a traspiés al socialista Pasqual Maragall, a la sazón instalado en la vacilación permanente sobre su futuro político. Pero la apuesta por el otoño de 1998 también acabó difuminándose. Aún siendo más discreta que la anterior, la gran magnitud de un recorte así habría requerido de una justificación indiscutible basada en el interés común que, obviamente, no existía. De este modo surgió la que hasta hace poco parecía la cita definitiva: marzo de 1999. Es decir, una anticipación de poco más de medio año sobre el fin de la legislatura que podía ser presentada como un adelanto técnico. El propio Pujol se encargó de anunciar públicamente su convicción de que ésa era la mejor fecha. Pero cuando todo parecía decidido, empezaron a surgir voces -sobre todo entre los alcaldes, el aparato y la estructura territorial de Convergència- que abogaban por agotar la legislatura y dejar las elecciones para noviembre de 1999. Una apuesta que, por diversos motivos, ha ido creciendo en el campo nacionalista durante las últimas semanas. En esa lista de motivos figura uno lógicamente inconfesable: el desasosiego que está creando en CiU la alta valoración que el nuevo rival socialista de Pujol, Pasqual Maragall, obtiene en las encuestas. Pujol, a quien corresponde en exclusiva la competencia de cerrar el Parlament y abrir las urnas, continúa inclinándose por marzo. Pero el creciente número de nacionalistas partidarios de noviembre ha llevado al presidente catalán a admitir que el asunto aún no está zanjado. ¿Qué argumentos esgrimen unos y otros en favor de sus respectivas propuestas de calendario? Los defensores de marzo sostienen que el adelanto está ya tan asumido por la sociedad que no realizarlo daría lugar a la paradoja de haber de buscar una justificación para agotar la legislatura. Ahorrar incomodidades En marzo, CiU evitaría el encajonamiento de las autonómicas entre las municipales y las legislativas. Se beneficiaría de la actual escena política, centrada en torno al debate sobre la estructura del Estado y el encaje de Cataluña en España, un terreno de juego favorable a las habilidades de Pujol. Se ahorrarían también los nacionalistas la incomodidad de presentarse ante las urnas autonómicas inmediatamente después de haber estrechado más sus relaciones con el PP en previsibles pactos para conseguir alcaldías tras las municipales. Y conjurarían el riesgo de que José María Aznar pudiera exigir el apoyo incondicional de CiU a los Presupuestos de 1999 a cambio de no adelantar las legislativas a otoño y sobreponerlas a las catalanas, lo que perjudicaría a CiU en beneficio del PP y del PSC. Los partidarios de noviembre argumentan que si las autonómicas fuesen en marzo, la campaña interferiría con la de las municipales y ambas se restarían mutuamente recursos y energías. Pero si quedasen para noviembre, los alcaldes nacionalistas podrían aprovechar el cien por cien de la máquina electoral de CiU para las municipales y luego dedicarse también de lleno a la campaña autonómica. De cara a noviembre, CiU podría esperar una cierta devaluación de la imagen de Maragall. La coalición se concedería más tiempo para cerrar el conflicto que ahora mismo enfrenta a Unió y Convergència por la confección de las candidaturas municipales. Se curaría en salud ante la posibilidad, aconsejada por algunos sectores del PP, de que Aznar adelantsee las legislativas a junio de 1999 para rentabilizar la bonanza económica antes de que ésta decline y el efecto de la tregua de ETA. Si el aspirante Maragall lograse desbancar al titular Pujol en marzo, tres meses después cabría esperar un lógico efecto dominó en las municipales, mientras que si esa hipotética victoria de Maragall se produjera en noviembre, los ayuntamientos nacionalistas quedarían a salvo y constituirían la base institucional de refugio y reagrupación de fuerzas del nacionalismo. Fresones o palosantos. Pujol habrá de decidirse a fin de año a más tardar, ya que para ir a las urnas en marzo habría de convocar justo después de Reyes. Antes de eso, el 25 de octubre, se celebrarán las elecciones vascas, en las que un eventual crecimiento de los nacionalistas reforzaría la moral de CiU. Y antes aún, la semana próxima, los convergentes conocerán los resultados de la última encuesta que han encargado. Eso les ayudará a elegir. Prímulas o violetas.

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