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La identidad fragmentada

La fragmentación de la sociedad postcapitalista es un fenómeno aceptado. Consecuencia de las profundas transformaciones que ha supuesto la globalización, la mundialización si se quiere. Y de la desaparición del gran enemigo, ahora reducido a numerosos pequeños, e incordiantes diablos. La fragmentación, sin embargo, afecta no sólo a los grandes agregados, ya se trate de intereses mal llamados sectoriales en ámbitos tales como la Unión Europea, ya a la cadena de crisis desatadas por los otrora, que es poco tiempo, adorados becerros que no tigres del Extremo Oriente. Afecta, a modo de epidemia que se transforma en pandemia, a conjuntos sociales de mucha menor entidad. Tal la ahora conocida como Comunidad Valenciana. La nuestra, por así decir para quienes pensamos que la fragmentación es un episodio, una enfermedad que tiene remedio. Que puede tenerlo, matizo. El matiz puede tener su enjundia, o puede que sólo el matiz se constituya en el meollo de la cuestión. Veámos por qué. El desconocimiento de los valencianos sobre su territorio, su historia y sus gentes, anda parejo al desdén, el desprecio, con que suelen tratarse unos a otros. Cuando no transforman la ignorancia en argumento para despreciar a sus propias gentes. Eso sí, invocando como buenos partícipes, sin saberlo, la fragmentación, en este caso territorial, social y humana. Confieso mi desconcierto cuando mis contertulios se asombran que pueda conocer el puente de Sant Miquel del Riu y el Coll de Ranes; o que confiese mi atracción por las dunas de Guardamar o el pedregal de las playas de Cabanes y su Prat. La belleza de los cinglos del Alto Turia, o alabe las cerezas de Planes con el mismo entusiasmo que las de Espadán. Por no hablar de las gentes, que me apasionan en mayor medida que los paisajes de Biar o Castalla, a Alborache, Alzira, Llíria, Llucena, Villahermosa del Río, o Culla y El Boixar. La sensación que amaga es la de la decepción. Gentes extrañas entre sí, que recorren, cuando lo hacen, la calle de Labradores de Alicante como si fuera el de una casbah remota, o que reconocen los castillos y murallas de Morella, como si de un viaje al fin de la tierra conocida se tratara. He tenido que actuar a modo de guía en más de una ocasión, sumido en la perplejidad y un punto en la vergüenza de pertenecer a una tribu que por ignorar, ignora incluso los límites de su territorio. La contradicción se acrecienta cuando uno escucha las grandes palabras sobre nuestra autonomía política, y a la vez comprueba que las secesiones no son quimeras sino práctica cotidiana, que va desde la provincialización de las organizaciones políticas, a modo de nuevos y artificiosos feudos a los comportamientos sociales: que sólo en un entorno reducido pueden lucir sus menguadas prendas. Soy, parecen decirse autosatisfechos, lo que alcanzo a ver, lo que me respeten y reconocen. Y soy mucho más, pues las ventanas del mundo ahora están abiertas, por la televisión, hasta la comodidad de desentenderme de los más próximos. Reivindicar la identidad, amén de otros elementos que estudiosos e inquietos han puesto de relieve, resulta cuando menos difícil en un horizonte de descrédito de los vínculos comunes, de ignorancia y desprecio de cuanto no es inmediatamente propio. Mientras para un ciudadano de Alicante la calle de Enmedio, o Alloza de Castellón, le resulten tan ajenas como para un ciudadano de Valencia la Explanada, la calle de San Fernando o la Rambla, y para todas las alturas de Aitana, la Peñagolosa o las fuentes de Xàtiva o Segorbe, tendremos la seguridad de ser unas dóciles y muelles provincias. Recomiendo, que otoño es estación propicia, recorrer el propio país. Lo insólito y sorprendente está al alcance de la mano, incluso a costes menores, y espacios exóticos los encontrará sin ayuda de nadie. Otra cuestión es lo que convengan, y perpetren, autoridades y responsables políticos. Que merece atención aparte. Por ejemplo en cuestiones tan triviales, por obvias, como la lengua que utilizan en su intimidad con hijos o deudos. O a qué escuelas o instituciones educativas encaminan a sus descendientes. Acaso la referencia identitaria de la que se jactan sufriría más de una merma, y en todo caso dejaría de ser un arma arrojadiza: en la medida que todos podríamos arrojarla, claro está. Más de un guardián del frasco de las esencias, de pura vergüenza caso de poseerla, rebajaría el tono o cancelaría los trenos por la pureza amenazada. No lo sé, pero yo en su caso lo haría. Y más por estas fechas.

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