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Los infractores

No tengo ni he tenido jamás prejuicios contra los motoristas.De hecho, yo cambié las queridas bicicletas de mi niñez y adolescencia por la moto apenas tuve la suficiente edad, dignidad, gobierno y monis para ello. Primero fue la ya legendaria Brio 80 y luego la mítica Comando, ambas de Montesa, quienes me abrieron el acceso a campos de esplendor que jamás hubiera podido alcanzar con la bici, a una inédita y asombrosa libertad de movimiento. Nuevos paisajes, nuevas picardías, fiestas, manjares, sensaciones, algún hermoso e hirsuto amor serrano (no confundir con el jamón serrano), mucha vida.

Me convertí en un motorista compulsivo. No me arredraba ningún fenómeno meteorológico, ni lluvia, ni granizo ni helada ni nieve ni chuzo de punta, y utilizaba a diario por Madrid mis modestos locos cacharros cayera quien cayese, incluso si el tal fulano era yo.

Ni los pocos acontecimientos sociales que por aquel entonces estaban a mi alcance, bodas, bautizos y, de tarde en tarde, alguna fiestecita de embajada, en la que posiblemente me colara. Lo que quiere decir que llegaba a estos saraos con mi mejor -por único- terno, con el rostro amoratado y la cabellera, a la sazón rubiaja, como la de la Gorgona.

Porque, claro, tampoco me protegía de las inclemencias con cazadoras, cascos y ni siquiera casquetes ad hoc. Tampoco me amilanaban las distancias. Iba a Galicia como quien lava, por ejemplo, con mi maleta de soldado allá atrás, y sus bordes de madera siempre seccionaban los pulpos al llegar a Ataquines. La maleta salía volando, ya se sabe cómo son ellas, y menos mal que había un taller de adorables costureras en la plaza y ellas me consolaban, prodigándome ayuda moral y bramantes fuertes para proseguir viaje. En realidad, yo estaba tan enmotado que, de no ser por los consejos de mi pari, que es la sensata de la casa, a lo mejor seguía recorriendo Madrid a bordo de mi Comando. Y no sería considerado, en esta época tan pazguata que nos ha tocado vivir, políticamente correcto.

Una vez establecido cuanto antecede y hecho profesión de colegui, debo añadir que las motos y sus conductores, o viceversa, se han convertido en un peligro público en esta urbe de nuestros pecados. Algunas motos, ¿eh?, me temo que bastantes, porque nunca es lícito ni justo generalizar. Pero, ¡caray!, ¿cómo es posible que este tipo de vehículo cometa tal cantidad de infracciones permanentes, públicas y notorias, y que queden impunes? Que ignoren el color rojo de los semáforos, y no digamos las amarillas luces intermitentes. Que invadan miles de veces cada día las presuntas reservas peatonales (tan malparadas como las indias), sin excluir las aceras, donde el transeúnte no sólo sufre el ataque frontal o anal (vamos, que les dan por ahí) de pizzeros y mensakas enfebrecidos, sino de yuppies muy limpios, con su casco impecable y su canesú, a bordo de poderosas y relucientes máquinas. Y yo llevaba años pensando que el Ayuntamiento, aparte de excavar madrigueras y podatalar, tendría que hacer algo inexorable para poner coto a estos desmanes. "De este otoño no pasa", me decía. Y resulta que el otoño ha llegado, sí, y que el Ayuntamiento ha tomado medidas al parecer inexorables contra ciertas tropelías, pero no se trata de las cometidas por los motoristas, sino por los peatones. Es decir, ¡los infractores somos nosotros! En lo sucesivo no podremos correr por las calles madrileñas, ni para hacer footing ni para alcanzar esos rodantes escaparates de fe mariana que son los autobuses de la Empresa Municipal de Transportes, EMT ni para saludar a nuestra tía Margarita.

Me pregunto angustiado cuál es la velocidad de crucero prescrita, porque yo ando mucho por Madrid y bastante deprisa. ¿Me conducirán cargado de cadenas a las mazmorras municipales más próximas? Tampoco podemos sacar los pies del tiesto, vulgo parada de la EMT. Esta mañana esperaba el 3 en Chamberí y no había sitio en la parada. Un coche de la policía municipal me contemplaba de hito en hito desde la acera de enfrente.

¡Qué miedo pasé!

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