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Lo excesivo

Hay un vicio nacional en el que apenas se repara y que nos está haciendo mucho daño, sobre todo en el territorio de la cultura.Tendemos a distorsionar nuestras valoraciones personales. A darles una entidad que, en el fondo, jamás poseen, a saber, la de opiniones indiscutibles e inatacables. Y por eso son dogmas. Transcurrimos por los paisajes de la actividad espiritual como posesos, como profetas incontrovertidos. Somos los fanáticos de nosotros mismos. Y tratamos de imponer las propias virtudes (si es que ellas existen) como hechos inconcusos, como algo sobre lo cual no cabe discusión alguna. Carecemos de matices, de tornasolados. Y así convertimos la vida colectiva en erizado contacto, en hiriente convivencia. Por eso somos incapaces de vivir en paz. Propendemos a la exageración, y lo que es más grave, a confundir la parte con el todo.

De ahí nuestra consabida incomunicación. Vivimos como en una isla. Nos entendemos, en consecuencia, a favor de señales evanescentes. Hablamos mediante el humo de las hogueras que nosotros mismos atizamos. Estamos poseídos por la caricatura. Y, lo que es peor, por la caricatura insolvente y mal intencionada. Por eso abultamos la ignorancia del prójimo haciendo cabriolas sobre nuestro pedestal. Y echando en saco roto la propia, la específica incultura. En pocas palabras, la conducta condescendiente no existe para nosotros.

Una consecuencia de este modo de ser explicaría la abundante cosecha de un tipo psicológico notable: el del intelectual con intenciones perversas, el individuo oblicuo al que siempre, indefectiblemente, tropezamos en nuestro camino y que nos empuja a dar el traspié de lo risible, espectáculo indefectiblemente fuente y origen del goce de la masa iletrada. Es el atravesado "skándalon" helénico. Es, en definitiva, el reinado de lo grosero, de la sal gorda. De lo que no admite la perfección moral porque sospecha inevitablemente, toscamente, que esa perfección no es posible. Por eso solemos caer en otro defecto ético esencial: el del desprecio, el de anular al amigo con la lápida del silencio. O bien con la algarabía del insulto más o menos hábilmente sazonado. Nos movemos entre seres que caminan a nuestra vera dispuestos a dispararnos a tenazón su menosprecio. Van a nuestro lado, pero no nos miran de frente, cara a cara. Siguen siendo oblicuos y, aunque hagan aparente pareja con nosotros, continúan estando atravesados.

Pero entre esta incivil falta de respeto a los demás, que se exterioriza en la forma vulgar, y más que vulgar, del desprecio ofensivo media todo un amplio espacio de posible entendimiento. Recordemos si no el caso de Schopenhauer. Nuestro filósofo tenía fama de hombre de mal carácter. Era intemperante y díscolo. En las calles de Francfort increpaba sin miramientos a los viandantes que estorbaban sus habituales paseos. Pues bien, en una etapa de su vida se empeñó en ser catedrático. Primero sopesó la posibilidad de trasladarse a Heidelberg o a Gotinga, pero finalmente se decidió por Berlín. Por la "muy distinguida" ("die hochansehnliche") Facultad de Filosofía de la Universidad de Berlín. Pero sus posibles clases coincidían nada menos que con las de Hegel, entonces en la cima de todo su prestigio. Los alumnos de Schopenhauer fueron pocos, poquísimos. El fracaso, como asegura Abendroth, era previsible. Tanto, que nuestro hombre renunció a sus pretensiones de profesor. Y, por si fuera poco, Hegel no era santo de su devoción. Pero, a pesar del carácter ácido del aspirante a la docencia, no tomó represalias expresas contra el metafísico genial. Lo desdeñó. Él, que tantas y tantas descalificaciones formulara, por ejemplo, contra los periodistas de entonces. Y, en general, contra la gente del común, a la que consideraba como una amalgama de maldad ("Schlechtigkeit") y estupidez ("Dummheit"). En su habitación, en el pupitre de trabajo, había un busto de Kant, y en las paredes colgaba también un retrato del filósofo de Königsberg, otro de Goethe y asimismo los de Shakespeare, Descartes y Claudio, y, cómo no, efigies familiares. No el de Hegel.

Pero a mí lo que me parece un modelo de elegante desdén, y por eso mismo me emociona intensamente, viene dado por una carta que nuestro gran menospreciador y básico pesimista escribe a su amigo Frommann, en la que le devuelve el ejemplar prestado de la Lógica de Hegel. Y se disculpa por el involuntario retraso en la evolución con esta finísima y desdeñosa razón: "No la hubiera retenido tanto tiempo si no supiese que usted la lee tan poco como yo" ("hätte ich nicht gewusst dass Sie solche so wenig lesen als ich").

Aquí está presente una sutil repulsa de alto valor humano. Y no olvidemos que esta desatención es anterior al fracaso lectivo y, por consiguiente, era real la ausencia de deseo de revancha. Que, por otra parte, no faltó.

Asiste el lector de esta misiva -a mí me ha acontecido- a una especie de tornasolado humano que me recuerda, cómo no, el matiz elegante de lo transpersonal. Lo que Tennyson atribuía, entre otras virtudes, a la capacidad de desdén ("scorn") de toda virtualidad creadora, es decir, poyética. Y esto nos retrotrae al recuerdo del piropo shakespeariano: "¡Oh! ¡Qué bien sienta el desdén (scorn) en sus labios despreciadores e irritados!".

La actitud y la conducta de nuestro desconfiado radical armonizaban conmovedoramente con el talento y la altura de ánimo. A pesar de todos los pesares, esto es, a pesar de los arrastres fatales del carácter. Todo lo que no sea eso es convertir la vida del espíritu en ruda e inclemente lucha. En rigor, en una batida de caza.

Domingo García-Sabell, miembro del Colegio Libre de Eméritos, es escritor.

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