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La vuelta al mundo en TNC

Jacinto Antón

Digno de Julio Verne, oigan: de los arrozales de la antigua Indochina a las praderas donde pasta el bisonte y se invoca al gran espíritu. De Oriente a Occidente. Un viaje alucinante punteado por dragones dorados, frágiles garzas, gigantescos ogros orientales, danzarines pieles rojas, tambores, antorchas y, como postre -roda el món i torna al Born-, pan con chocolate y títeres de barretina bailando la sardana. La inauguración, el viernes por la noche, del Festival Internacional de Teatre Visual y de Titelles de Barcelona, celebrada en el Teatre Nacional de Catalunya (TNC), fue una fiesta de aúpa en la que se aunaron la pequeña magia del mundo tradicional de la marioneta con la alta emoción del ritual y su alusión a lo sagrado. Incluso la luna se sumó a la abigarrada escenografía de la fiesta: suspendida en el cielo como una marioneta más, desparramaba su luz espectral sobre los jardines del TNC convirtiendo el edificio de Bofill en un gran pastel de hueso digno de la imaginación de Tim Burton. La inauguración del festival comenzó con un acto demasiado protocolario en el escenario de la Sala Gran del TNC: los políticos alineados esperando su turno para pronunciar su respectivo parlamento parecían ajenos a la sugerente impresión que causaban en un acontecimiento dedicado genéricamente a la marioneta. El alcalde Joan Clos estimó oportuno destacar la capacidad de la ciudad para generar algo tan sorprendente como el festival; Manuel Royes, presidente de la Diputación de Barcelona, anunció un nuevo impulso a la división de Titelles del Institut del Teatre, y el consejero de Cultura, Joan Maria Pujals, consideró que era el momento para emprender un didáctico recorrido por la historia de la titella catalana desde Ramon Llull a La Claca, pasando por Juli Pi y Ezequiel Vigués Didó. Ya los niños presentes en la velada -y algunos adultos- bostezaban cuando Joan Baixas, el director del festival, presentó, por fin, a los títeres de agua vietnamitas, un arte con 400 años de tradición. El telón se levantó para mostrar una enorme piscina -más aprovechada que la de La gavina, como pudo verse- con una pagoda al fondo. Un grupo de intérpretes a la izquierda del escenario ponía música tradicional y voces a la acción. Consistía ésta en escenas de la vida rural, fragmentos de leyendas, pequeños cuentos populares... Unos campesinos, manipulados por los titiriteros ocultos, sembraron arroz y se pudieron ver los tallos crecer en el agua; un pastorcillo llevó a abrevar a su búfalo tocando la flauta; pasó una hilera de patos mandarines, cardúmenes de peces agitaban una barca de junco... Algunas imágenes del espectáculo (que puede verse hasta el martes en el TNC y luego en el Museo Marítimo los días 10 al 15) son de aquellas que se engarzan para siempre en la memoria: los dragones serpenteando entre las aguas, la neblina que se expande desde la superficie del lago como un velo a través del que hará su aparición un ejército de diosecillas danzantes. Era imposible no pensar en aquella frase de Pierre Loti, de su peregrinaje a Angkor: "El vapor de la noche en los canales despierta las majestuosas procesiones de piedra de los templos". E imaginar cómo deben de ser esas marionetas vietnamitas en su ambiente original, tal como lo describió Baixas: en los ríos, con la gente sentada en la ribera y la tarde incandescente de Oriente disolviéndose en un ciclorama natural de jungla y sombras de pájaros. Tras el baño de intimismo en la piscina de la Sala Gran, la velada se trasladó fuera del teatro, a los jardines, al aire libre. El público se acomodó en las escaleras del TNC y en el suelo de tierra en torno a un círculo de velas, un espacio ceremonial en el que los pieles rojas del American Indian Dancers ejecutaron sus bailes. Era todo un alucine ver a uno de ellos, con bonete de plumas a lo Sitting Bull, tocar el tambor y proferir su monótono canto recortado contra el helénico perfil del teatro. Ni Flotats, que pronosticó con malicia hace pocos días desde su Ponto Euxino madrileño un TNC-hangar dedicado a actos folclóricos, podía haber imaginado algo así: lo más fuerte es que quedaba bonito. Los indios, cuyo arte no empañaba el hecho de que portaran pantalones de ciclista bajo el taparrabos, bailaron la danza de los aros, de las mantas, la del búfalo, la del águila. Los relevaron los artistas balineses con sus gigantes de fieltro. Desde los ángulos del edificio del TNC surgieron los dos ogros llevados como exóticos pasos de Semana Santa por un grupo de esforzados colaboradores componiendo imágenes dignas de los tiempos de Bread and Puppet. Joan Baixas, atento comentarista de lo que iba sucediendo, describió un ritual de cambio de época, purificación y propiciación de los nuevos tiempos. Y, a la vista del rifirrafe que ha habido en el TNC, más de uno recordó a Flotats y hasta trató de reconocer alguna cabellera en los cinturones de los lakota. La fiesta acabó con invitación a cava y a pan con chocolate para seguir la actuación de Putxinel.lis Vergés en su decimonónico teatrillo. Títeres con barretina, el Dimoni, hasta una sardana. Así se cerró el círculo de una velada de hondo sabor étnico. La noche se convirtió en una masa alegre con las manos sucias de chocolate. Y una niña de siete años y el venerable marionetista Harry Tozer, en silla de ruedas y con boina, cruzaron un segundo sus miradas, y parecieron guiñarse un ojo.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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