Instinto
MIQUEL ALBEROLA Mientras llega el día en que se abre la veda de caza, algunos ciudadanos muy respetables tratan de calmar su estado de ansiedad acercándose con disimulo a la sección de carnicería del supermercado. Allí, en un ejercicio de intimidad hermética, alcanzan momentos de gran calidad intelectual ante una banasta de aves desplumadas con la molleja y el hígado colgando. La carne muerta les confiere una serenidad muy culta, y si tienen suerte de que el dependiente deja caer en ese momento la cuchilla sobre la cabeza de un conejo, logran una excitación formidable con el crujido seco del golpe. Muchos de estos tipos, que apaciguan el magnífico entusiasmo por el plasma mirándose en el reflejo de la córnea del conejo, son profesores, médicos o pilotos de aviación. Sin embargo, admiran a Gandhi y en determinados foros se les llena la boca de retórica pacifista y demuestran una honda sensibilidad por las causas sociales. Pero cada otoño, mientras llega el momento en que pueden dar rienda suelta al depredador que los gobierna, tienen que disimular en las colas de la carnicería entre las amas de casa, buscando alivio en la panorámica de carne picada para albóndigas como un psicópata resfriado. Cogen número y mientras se extasían en las manchas de los delantales van tensando determinados músculos emparentados con el asesinato. Y si se sienten descubiertos, preguntan el precio de las longanizas. Dentro de unos días sacarán sus escopetas y sus cartuchos y empezarán a disparar contra cualquier cosa que se mueva en su campo de acción, sea una lagartija o un director general. Con el mismo dedo que coge la tiza para explicar el principio de Arquímides en la pizarra ante los alumnos, que toca la frente de un bebé o pulsa el botón del tren de aterrizaje, apretarán el gatillo para reventarle el pecho a una perdiz o a un tordo. Aunque a menudo el proceso se invierte en beneficio de las páginas de sucesos. La caída de la hoja, que nunca augura nada bueno, y el desconcierto de los pajaritos los preceden.
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