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Reportaje:

El ordenador de Shakespeare

Isabel Ferrer

En 1594, William Shakespeare (1564-1616), conocido actor inglés, se tomó un pequeño descanso y dedicó sus esfuerzos a la otra profesión que le haría inmortal, la escritura. No tuvo más remedio. Los teatros londinenses permanecían cerrados por culpa de un brote de peste y nadie representaba piezas suyas, como Tito Andrónico o La doma de la bravía.La tragedia de Romeo y Julieta estaba a punto de llegar, pero el autor dedicó antes una obra al rey Eduardo III, responsable de algunas de las victorias más famosas de la historia militar británica. Escrita en colaboración con varios amigos, pendía sobre ella la duda acerca de la autoría. Un avanzado programa informático estadounidense ha analizado ahora su texto y su lenguaje hasta llegar a una conclusión inapelable. Se trata, en efecto, de un drama "perdido" del hijo predilecto de Stratford-upon-Avon.

Gracias al ordenador, los expertos shakespearianos han podido estudiar a fondo las siete copias conservadas de un texto atribuido incluso a algún tramoyista de la época. "Hemos recopilado todos los signos propios del autor", precisan.

"Al final, la voz personalísima de Shakespeare, con su retórica, con pasión y humanidad, ha borrado la de otros dramaturgos isabelinos que bien pudieran haberla escrito", ha declarado al dominical The Sunday Times John Tobin, de la Universidad norteamericana de Massachusetts.

El propio Shakespeare tuvo en vida problemas con su Eduardo III. No fue un éxito rotundo como La comedia de los errores, escrita antes, o bien El sueño de una noche de verano o El mercader de Venecia, que le seguirían en el tiempo. La falta de claridad sobre el verdadero autor pudo contribuir también a la drástica decisión tomada, cuatro años después de su publicación, por la corte. Jaime VI de Escocia estaba a punto de suceder a la reina Isabel I y la condena de los "intrusos e indeseables" escoceses de la trama resultaba inaceptable. O dicho en términos contemporáneos, políticamente muy incorrecto.

Olvidada para la escena entre 1599 y 1987, Eduardo III cuenta en sus cinco actos los avatares de las primeras campañas militares de la Guerra de los Cien Años.

Una época negra para las relaciones franco-inglesas debido a la presencia de posesiones de esta última en Francia y la disputa por el dominio del mar y de sus rentables rutas comerciales. Los monarcas ingleses trataban además de contener los avances escoceses desde el norte. Eduardo III de Inglaterra (1312-1377) reclamó la corona al morir Carlos IV, y victorias suyas, como la de Sluys (1340), donde fue destruida la armada gala, o Crécy (1346), con los arqueros ingleses aniquilando a los ballesteros continentales, sobresalen aún en los anales militares británicos. La obra concluye con la humillación del rey David II de Escocia y contiene pasajes que han hecho las delicias de los expertos. El intento de seducción de la hermosa condesa de Salisbury es, según puntualiza el propio John Tobin, "una joya clásica de Shakespeare".

Recuperar una pieza de uno de los padres de la literatura universal no suele pasar inadvertido, y ésta tiene ya un lugar en la edición más respetada dedicada al autor. La Serie Arden, iniciada en 1899 y sustituida en 1951 por la Nueva Arden, añadirá Eduardo III a sus textos para estudiantes a principios del próximo siglo.

El teatro, verdadero hogar del dramaturgo, también está estremecido. En 1594, Shakespeare disponía de suficiente dinero como para adquirir una participación en la compañía Lord Chamberlain's Men. Con varios éxitos a sus espaldas, los veteranos actores del grupo le aceptaron también en calidad de escritor permanente para la sede que buscaban en Londres. La llamaron El Teatro, y los biógrafos suponen que pudo escribir a razón de dos obras anuales.

Sus herederos más internacionales, la Royal Shakespeare Company, esperan incluirla pronto en su repertorio habitual. Greg Doran, el director asociado, desea presentarla junto con Eduardo II, de Christopher Marlowe. Para Shakespeare será el estreno de su obra 39ª. Su contemporáneo murió a los 29 años. Él vivió 52 largos años, cargados aún de sorpresas.

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