La resurrección pendiente
Llegó para ofrendar nuevas glorias a España. Y las ofrendó estercolando el edén de las nostalgias y un depósito de materias primas para manufacturar episodios con vísceras pútridas, sarcasmo y ojeriza a una democracia con las versales iluminadas de sufragio universal. Llegó por Valencia, en 1926, cuando la patria recibía en el campo de tiro del somatén y el dictador Primo de Rivera iba de campechano por unos títeres de cachiporra, y de chicoleo con la Caoba. Llegó puntualmente el 23-F de aquel año. A Fernando Vizcaíno Casas los astrólogos le cortaron un horóscopo a la medida y de qué paño; lo demás ya fue asunto de los ardores adolescentes; de los vahos fascistas que le metían galeradas de saludos imperiales y aroma de raviolis por los respiraderos de la fosa nasal; y de un ingenio que le endosaron la dieta de pescado azul y el corso mediterráneo. A los veintidós años, Fernando Vizcaíno Casas escribía críticas de cine en la revista del SEU y en los diarios Las Provincias y Jornada, en tanto estudiaba Derecho. Y no mucho después, en el 51, ganó el Premio Nacional de Teatro Calderón de la Barca, con su obra El baile de los muñecos; y con El escultor de sus sueños se llevaba el Valencia, también de teatro. Sin embargo, era Alfonso Paso quien se ceñía los laureles de la escena moderna de la derecha española, según José Monleón. Fernando Vizcaíno Casas desenfundó su ciencia jurídica y la destinó a ventilar y a condimentar la legislación del espectáculo y la cinematografía, mientras auscultaba discretamente la respiración inquietante de El Pardo: allí se destilaba toda la doctrina espiritual de Occidente, y los escopeteros abatían cualquier pieza sospechosa que pudiera turbar el sosiego de aquel santuario, donde imperaban el orden, la voluptuosidad de una sentencia capital y una posteridad de estuco. Cuando Francisco Franco murió, después de una prolongada agonía descrita en 56 boletines médicos y 116 comunicados de las Casas Civil y Militar, Fernando Vizcaíno Casas, en medio de tanto desamparo, contempló cómo, sobre los vestigios y las consignas de aquella gloria deslumbrante, se cernía un paisaje despedazado. De los turbadores presagios, encaló el paredón de su dolor; y en su dolor descubrió una caudalosa fuente de inspiración. El escritor valenciano descapotó su pluma y se dispuso a entablar un duelo a primera tinta: templó el sarcasmo y el desdén; calculó los intereses de sus episodios narrativos; y puso en marcha los mecanismos del best-seller. Curiosamente, sus mayores éxitos de ventas los consiguió durante los primeros años de la insoportable pluralidad política: los libreros de Madrid, en 1984, lo eligieron Escritor del Año. En el 87, el Rotary Club de Valencia lo distinguió, junto con García Berlanga y el pintor Arcas Brauner, con una de sus Llamas; en el 78, la Fundación Francisco Franco le concedió el I Premio Periodístico; en el 90, la Asociación de Amigos de la Guardia Civil lo galardonó por un conjunto de artículos publicados en el diario Las Provincias. Sobre su efigie acuñada en carne viva y el emblemático bigotito de un fascismo que siempre se ha negado a sí mismo, se derramó la púrpura y la fragancia de una corona floral. Fernando Vizcaíno Casas ha rastreado la actualidad, para servirla bien especiada de añoranza y de crudeza a la deslealtad de cuantos renunciaron a la camisa vieja, para acomodar la chatarra de su esqueleto a la moda de la arruga de un chaquetón de Adolfo Domínguez. Mientras, él celebraba el 23-F del 81, es decir, el 55 aniversario de su nacimiento, alabando la efemérides en una pieza de café-teatro. Y se quedó tan campante, cuando el fiscal lo empapeló por presuntas injurias al Parlamento: la democracia no echa mano de tribunales especiales, ni por hacer fiesta instalando el país bajo el punto de mira de la sinrazón. Fernando Vizcaíno Casas es un hombre cordial que cultiva una melancolía trepadora y fósil; pero es un profeta perverso y de traca: en 1978, vaticinó que Franco resucitaría al tercer año y ya van veinte. Novela, farsa, historia-ficción, escrita, dice, con animus jocandi. Pues que se lo explique de una vez a ese crédulo y anciano alférez provisional que aún espera en la Plaza de Oriente.
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