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Tribuna
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El fanático

Hace algunos años, cuando iba a Granada, desde mi casa oía los cantos y rezos mahometanos que llegaban del piso de abajo, y, si subía por la escalera, pasaba frente a la puerta abierta y veía los zapatos en el recibidor, muchos zapatos vacíos a la entrada del piso-mezquita. Entonces, en las cuestas de la Calderería, aparecieron cafetines donde se servía té con yerbabuena, y abrieron librerías árabes, y en Granada volvió a haber calles musulmanas. Me duele decir que yo miraba a los musulmanes con cierto prejuicio negativo porque recordaba a Salman Rushdie, el condenado a muerte por escribir unas páginas de novela. Pocos habrán hecho tanto mal al Islam como el iraní Jomeini, cuando el 14 de febrero de 1989 dictó la maldición contra Rushdie y lo convirtió en personaje de historia terrorífica, sepultado en vida, perseguido a muerte, con un premio de dos millones de dólares para sus posibles asesinos, ruidoso titular de periódico y telediario antes que reflexivo novelista. Creo que la maldición que Jomeini lanzó contra Rushdie cayó como una sombra sobre los musulmanes de todo el mundo. La condena contra Salman Rushdie ha sido un trazo definitivo en la negra caricatura del Islam que circula en Europa o América del Norte. Tengo aquí un novelón de 589 páginas, La cuenta numerada, de Christopher Reich, que narra las fechorías de Alí Mevlevi, turco en Beirut, servidor del Profeta, degollador y estrangulador, que lo mismo arranca de cuajo la oreja de un niño arisco que prepara contra Israel un bombardeo atómico pagado con heroína vendida en Occidente. Quizá los musulmanes imaginan a los infieles con la misma sutileza con que el folletinista Reich pergeña la figura malvada de Mevlevi. Un lector crédulo de La cuenta numerada puede aceptar ingenuamente una visión de los servidores de Mahoma tan diabólica que parece imposible; pero dispone de un dato real: la condena contra Rushdie. Así que, a mi juicio, la renuncia de Irán a ejecutar a Rushdie libera al Islam de una sombra pesada y perversa. Y los musulmanes se alegran, o así lo ha dicho Salman Rushdie, en otro tiempo orgullo de los musulmanes del Reino Unido, que ahora le exigen otra vez arrepentimiento y una hoguera para sus Versículos satánicos. Yo me acuerdo de una conversación en una cafetería próxima a la estación de autobuses de Algeciras, con un médico de origen marroquí, musulmán, que me hablaba del caso Rushdie, y me pedía comprensión para los islámicos, acosados, cercados: Rushdie debía asumir la responsabilidad de sus palabras y su obra, decía el médico, porque Rushdie había ofendido a muchos. No conseguí que el médico rechazara taxativamente la maldición jomeinita. Y, pensando en la definición de Ambrose Beirce según la cual un fanático es el que obstinada y ardorosamente sostiene una opinión que no es la nuestra, me callé. Yo hubiera sido un fanático si obstinada y ardorosamente hubiera sostenido mi espanto ante la sentencia de muerte contra Rushdie. El médico jamás fue ardoroso ni obstinado: sonriente, suave, nunca habló de matar. Hablaba de comprensión hacia el Islam ofendido y de un hombre, Rushdie, que había ofendido a muchos.

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