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Tribuna
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El electorado imbécil

ENVIADO ESPECIAL"El pueblo es imbécil y además huele mal". Pasquines con afirmación tan poco cariñosa cubren la fachada de un gran edificio en el número 50 de la célebre Avenida Bajo los Tilos en Berlin. No se trata del cartel electoral de ninguno de los partidos que se disputan el voto de los alemanes en las elecciones que se celebran el domingo próximo. Son publicidad de una gran exposición en memoria del escritor austriaco Thomas Bernhard que coincide con la gran carrera hacia los votos. En los años treinta, otro austriaco llegó a Berlín gracias a unas elecciones y cuando, doce años después y por causas de fuerza mayor, se suicidaba a pocos metros de Bajo los Tilos, había dejado Europa cubierta de cadáveres y a Alemania en ruinas y dividida. Bernhard por el contrario es inofensivo. Especialmente ahora después de muerto.

Y sin embargo, algo hay en la frase del gran maestro de la lengua alemana y especialista en el insulto que encaja a la perfección en el ambiente político alemán a una semana de estas elecciones, las más reñidas y si cabe decisivas de los últimos tres lustros. Todos los partidos parecen concluir, más descaradamente de lo que suele ser habitual en campaña en las democracias en general, en que el electorado al que demanda el voto es tan sumamente primitivo que no se le puede enfrentar a verdades crudas ni a propuestas realistas y por tanto complejas y en gran parte desagradables. Describir realidades difíciles es perder votos. Quien propone soluciones que conllevan algun sacrificio para la población es un suicida político, un principiante o un defenestrado. Quien no tiene el suficiente grado de malicia para entender que una semana antes de las elecciones no se dicen cosas así, aunque sean ciertas, solo demuestra inepcia política y es un peligro para su entorno.

Es lo que le pasó hace unos días a la ministra de Trabajo, Claudia Nolte, cuando en una discusión pública dijo que, en el marco de la reforma fiscal propuesta por su partido, la Unión Cristiana Democrática (CDU), parte de la reducción de los impuestos sobre la renta anunciada habrá que compensarla necesariamente con un aumento de los impuestos indirectos y, entre ellos, el IVA. En mala hora dijo aquello que todos saben en su partido y que además no deja de ser coherente. Gran terremoto, caras de estupefacción e indignación. A la pobre ministra, la benjamina en el Gabinete Kohl, le han llovido los sopapos verbales de sus colegas y de su jefe. Desde hace unos días cumple a rajatabla la orden de no decir ni una palabra sobre cuestiones fiscales.

En el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) tampoco hay mayor voluntad de clarificar de antemano cuáles van a ser las reformas y los recortes necesarios para hacer frente a lo que ya se llama la arterioesclerosis de la sociedad alemana que mina cada vez más la competitividad de la economía de la mayor potencia europea.

Nadie se quiere hacer enemigos antes del 27 de septiembre y Gerhard Schröder menos que nadie. Sabe muy bien que no es Willy Brandt, que no es favorito por ilusionar a nuevas generaciones de alemanes para un proyecto sino porque es la única alernativa real al gran renano que tiene ya hastiados a tantos alemanes. Incluso los intelectuales que se han apiñado en torno a su candidatura no ocultan que la suya es una iniciativa anti Kohl, no pro Schröder. Pero incluso así, está Schröder cerca de conseguir una gesta histórica como es enviar a la jubilación a Kohl, al líder de la reunificación, al dirigente que después del mismísimo Bismarck más años ha dirigido los destinos de los alemanes. No va a dejarse estropear la fiesta por arranques de franqueza.

El miedo al electorado es grande en las cúpulas de los partidos. Los políticos infravaloran tanto la capacidad de la población de entender la necesidad de sacrificios, que obvian ya todo planteamiento que vaya más allá de lemas como "medidas urgentes contra el paro" o "decididas acciones contra la criminalidad y las mafias internacionales". Y por lo demás se limitan a comparar líderes políticos, a cotejar simpatías, apariencias y estilos personales como si de votaciones en pasarela se tratara. No debe extrañar, por tanto, que los electores respondan al desprecio con el desprecio. Si, siguiendo la consigna de Thomas Bernhard, ellos son tratados como imbéciles, no deja de ser lógica esa alienación de la que después tanto se quejan los políticos. El proceso de infantilización de los mensajes políticos ha alcanzado velocidades de vértigo en esta era mediática de los espectáculos político-circenses de la televisión privada. Pero además se ve agravado en estas elecciones por la certeza de que el resultado final, el nuevo Gobierno de Alemania, lo decidirán los alemanes orientales, los 18 millones de "demócratas inexpertos", dolidos por las grandes expectativas creadas en su día por la unificación y por el canciller Kohl y frustradas después por la terquedad de las realidades cotidianas.

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La caza del voto en los Estados de la antigua RDA ha convertido la campaña en un desfile de flautistas de Hamelín por el este de Alemania. Pero muchos ciudadanos de estas regiones deprimidas están tan frustrados que si tienen que desfilar con alguna melodía, ignorarán a la flauta y preferirán las marchas militares o nostalgicas del pasado pardo. Y si todos ofrecen soluciones simples prefieren las más simples de todas, las comunistas o las neonazis. Más de un 30% de los jóvenes entre 18 y 24 años son ya electores de los neonazis en algunas zonas orientales. Si las opciones radicales de izquierda y derecha consiguen capitalizar el desprecio mutuo entre políticos y electorado, se habrán acabado los sueños de Schröder. Entonces será necesaria la gran coalición entre SPD y CDU que no dirigiría en ningún caso Kohl. Dada la situación, una mayoría de alemanes parece ya inclinase en favor de esa posible Gran Coalición. Con los dos grandes partidos gobernando, es posible que se atrevan a aplicar una política que saben imprescindible, pero se obstinan en ocultar en la campaña. Entonces les será más fácil decir la verdad a los alemanes.

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