Embajadores
JULIO A. MÁÑEZ Muy inseguro debe de estar el presidente Zaplana de la capacidad de penetración de su entreverado mensaje político y su recientísima pasión por el centrismo cuando no tiene otro remedio que contratar al actor Antonio Ferrandis como embajador de nuestra comunidad ante el resto de comunidades españolas. Hay que apresurarse a añadir que ese nuevo paso en falso, de apariencia irrelevante, tampoco habrá de conseguir sus objetivos, sean éstos los que sean, pues ¿qué demonios puede representar a estas alturas el señor Ferrandis que no sea ese valencianerismo de lagrimeo constante, tan propenso a manifestar la catadura de sus profundos sentimientos lanzando a la cara de los sufridos espectadores el viril grito "¡Visca la mare que vos va parir!" como invariable colofón de sus desdichadas intervenciones públicas. Y, todavía, ¿es ese rústico patrioterismo de ocasión el que cabe relanzar como lema de una comunidad moderna y emprendedora a las puertas del engorroso fin del milenio? Y también, los inspiradores de ese fantasmático refugio de celebridades foráneas que avanzan más que la modernidad al compás del patronato, o lo que quiera que sea, del Tercer Milenio municipal, ¿no van a levantar su espantada voz ante el atropello que supone delegar parte de su representación en un sujeto de ese calibre? No es, por otra parte, el buen gusto lo que caracteriza el criterio del señor Zaplana al designar a sus embajadores extraordinarios, tanto en funciones como en emolumentos, si bien se observa en sus nombramientos una desconcertante afición por lo que el presidente debe considerar como artístico. No vamos a decir que en ese aspecto es un aplicado imitador de la política cultural de la dirección general correspondiente, pero sí podemos aventurar que se trata, además, de un mal gusto que incluye entre sus características cierta predilección geriátrica, pues si Julio Iglesias, nuestro embajador internacional, no emociona ya más que a un discreto montón de necesitadas amas de casa, Antonio Ferrandis parece incapaz de despertar el interés de quienes no tienen la fortuna de compartir con el artista sus paseos por las calles de Paterna. Quizás se trata del intento de ofrecer allende nuestras fronteras una imagen de madurez que el Consell en su conjunto está muy lejos de deparar en su función legislativa, aspecto éste que sólo una desmedida confianza en los milagros podría considerar como salvable en manos de semejantes embajadores. Aunque no parece imposible que decisiones tan temerarias obedezcan simplemente a una más de las ostentosas manifestaciones de mal gusto de nuestro actual presidente, que así, por las siempre concluyentes razones del cargo, considera lo más natural del mundo imponer sus particulares preferencias en materia de representatividad colectiva a todos los valencianos. Y eso es lo que más duele en determinaciones de este tipo. A la desilusión de no compartir las inclinaciones artísticas de a quien todos nos representa, se une la desazón ante la imposibilidad de reconocerse en la catadura de las personas que elige -para que recorra el planeta, uno; para que viaje a Madrid, el otro- a fin de darnos a conocer en otras tierras. Sólo falta El Titi para suplantarnos también en las comarcas.
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