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Auge del budismo

"No esperar nada, no aspirar a nada". Una consigna de esta naturaleza llevada a la práctica habría arruinado el desarrollo de Occidente y, a su paso, habría demolido las columnas del Libro sagrado. El budismo que no cesa de crecer en Estados Unidos y Europa, España incluida, viene a ser la mayor rebelión espiritual de los ciudadanos, desde actores famosos a secretarias deprimidas, contra el mal del siglo.Quienes se van acercando de formas diversas, sea mediante el yoga, el zen, las medicinas naturistas, las músicas minimalistas o las dietas a la esfera budista no componen un grupo revolucionario inspirado en ideologías que buscan trasformar el mundo. Más bien su objetivo se confunde con el amor por el vacío. La esperanza revolucionaria tradicional convierte al militante en un activo guerrero pero la desesperanza del budismo induce sencillamente a no esperar nada. Persigue su culminación en la felicidad de haber acabado con el deseo.

Buda, que nació hacia el año 560 antes de Cristo, vino al mundo con el nombre de Siddharta, "el que ha realizado su objetivo". Precisamente cuando no había empezado a vivir y, en consecuencia, a afanarse por nada. Perteneciente a una familia de príncipes su padre dispuso, según la leyenda, que para ahorrarle reveses o relaciones con el sufrimiento humano, se le mantuviera protegido en el interior palacio. Con todo, Siddharta logró burlar cuatro veces a los vigilantes y en el lapso de esas salidas experimentó cuatro visiones capitales: la imagen de un viejo, de un enfermo, de un cadáver y la de un monje mendicante. La vejez, la enfermedad y la muerte, emblemas del padecimiento, sólo se solventarían con la conducta y la actitud de un monje, según sus reflexiones. Siddharta se trasformaría en el Buda (Ser Despierto) tras recibir esta revelación bajo una higuera, a los 35 años.

Para el Buda no hay Dios creador del Universo, ni paraíso ni infierno, ni Mesías ni Resurreción. El budismo no se interesa por la metafísica, ni por el origen del mundo ni por el bien y el mal. Se trata de una doctrina -no de una religión ni de una filosofía- muy pragmática que parte de una sólida constatación: todo es sufrimiento. El nacimiento es sufrimiento, la vejez es sufrimiento, la enfermedad es sufrimiento, la muerte es sufrimiento, estar separado de quien se ama es sufrimiento, no tener lo que se desea es sufrimiento. Para eliminar el dolor es esencial suprimir cualquier anhelo. Con ello se obtiene el "nirvana incompleto"; siendo la muerte, al depojarnos del envoltorio corporal, el "nirvana perfecto".

Según el Buda, el dolor del género humano proviene del "yo". Pero el "yo" es mera ilusión y debe ser rechazado y combatido. Sin "yo" se vive, de hecho, estupendamente: se deja de sentir la contrariedad o la agresión personalmente, desaparece la frustración, la ansiedad, el pecado y el sentimiento de culpa, los objetivos, el estrés. Una vez extirpado el yo se está a salvo de la perturbación. Definitivamente sano.

Contra el dictamen occidental del psicoanálisis que conminaba a entrar y escudriñar en el interior para curarse, el budismo impulsa a salir de adentro. Vivir descargados de uno mismo; aliviados de defender nuestro "yo", de abrillantarlo, perfeccionarlo o ponerlo en comparación y rivalidad con otros. De esta manera, de repente, la existencia adquiere un trasparente sosiego, siendo lo más parecido la gozosa sensación de no estar; haber dejado de reconocerse como individuo y fundirse en una diáfana oleada universal. No ha de ser extraño que Occidente se declare en estos años cada vez más simpatizante de las ideas budistas y crezcan las adhesiones, más o menos vagorosas.

Mientras Occidente ha exportado a Oriente su neoliberalismo, el desvelo competitivo, el predominio de la individualidad, la exacerbación del deseo consumista, Oriente reenvía los fundamentos de su proverbial diferencia. Durante el siglo XX, siempre que las cosas no marcharon bien por nuestro entorno rebrotó la mitología de la India. Nunca, sin embargo, como ahora la convocatoria fue tan extensa, convincente y popular.

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