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Los setenta

RAMÓN DE ESPAÑA Hojeando el último número de la revista Rolling Stone, doy con un anuncio de la Fox en el que se informa de la próxima emisión de una serie televisiva llamada That seventies show. La imagen del anuncio (unos tipos con cara de imbécil, pantalón acampanado y peinado afro) me lleva rápidamente a la conclusión de que la veda de los años setenta sigue abierta. Parece que en esto de las épocas se produce un curioso reparto de premios y castigos: mientras que la sagrada década de los sesenta se lleva toda la admiración y todo el respeto, a la de los setenta no se le ahorra ni un sarcasmo ni una bofetada. Es cierto que, estéticamente hablando, fueron unos años proclives al cachondeo futuro: resulta muy difícil defender la pata de elefante, las lámparas de lava, los discos de Barry Manilow o el coche de Starsky & Hutch...¡pero los setenta no consistieron exclusivamente en esas cosas! Lo sé porque yo estaba allí y lo vi todo. Si ustedes también estaban, es posible que les pase lo mismo que a mí. Es decir, que lo que ven en la pantalla de los cines (Boogie nights, por ejemplo) da una idea de la década en cuestión que no es la que ustedes tenían en la cabeza. Dentro de poco se estrenarán dos largometrajes ambientados en los setenta (The last days of disco, de Whit Stillman, y 54, de Mark Christopher) que parecen insistir en una falacia que, a base de ser repetida hasta la saciedad, corre el peligro de convertirse en una verdad incontestable para todos los que no vivieron la época retratada. Hagan la prueba. Pregunten a cualquier menor de 30 años qué sucedía en los años setenta y lo más probable es que les responda que en esa época todos vestíamos que daba pena, leíamos a Khalil Gibran a la luz de una lámpara de lava y nos pasábamos las noches en las discotecas cimbreándonos con los éxitos de Donna Summer y Gloria Gaynor. Y la verdad es que las cosas no eran exactamente así. En esos tiempos, cosa que recuerdo perfectamente, servidor y sus amigos consideraban la música disco como lo que siempre ha sido: basura sónica para el disfrute exclusivo de mujeres de pocas luces, homosexuales exhibicionistas y horteras de bolera. Si fuimos a ver Fiebre del sábado noche fue porque estaba basada en un cuento de nuestro querido Nik Cohn (luego resultó que la película estaba muy bien, lo que no quitaba para que las canciones de los Bee Gees dieran asco, que lo daban). Nadie que yo conociera encontraba interesantes a los Village People. Y todos estábamos de acuerdo en que había que ejecutar a la mayor brevedad posible a Giorgio Moroder. ¡Pero ahora resulta que la década de los setenta se explica musicalmente a través de esa gente! Perdonen si me pongo didáctico, pero los setenta dieron al mundo canciones bastante más interesantes que I will survive o In the navy; temas que, aunque hayan hecho muy feliz al cantante moñas de los Pet Shop Boys, a muchos nos repugnaban. Nada que objetar a los sesenta, pero, por favor, un poco más de respeto para una década que empezó con David Bowie y Lou Reed, continuó con los Sex Pistols y los Clash, y terminó con Devo y los B-52. Una década en la que no todo fueron lámparas de lava, pantalones acampanados, peinados afro y discotecas con la bola en el techo. Tal vez por eso se agradece que Todd Haynes, ese director capaz de lo peor (Poison) y de lo mejor (la inédita entre nosotros Safe), haya dedicado su última película (Velvet goldmine) a los setenta de David Bowie e Iggy Pop. Mis setenta. Los que yo recuerdo. Unos años en los que a nadie que yo conociera le importaban un rábano Gloria Gaynor y los Village People. Por lo que respecta a los pantalones acampanados, todos hemos destruido las fotos en las que se nos ve con ellos.

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