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Lecciones del estallido bursátil

Cuesta creer que el desplome de las bolsas occidentales haya sido una consecuencia directa de la simultaneidad de la crisis financiera asiática, el desfallecimiento de la economía japonesa y el colapso ruso. Algunos analistas no han tardado en acusar de la debacle a esta calamitosa trinidad, pero los argumentos esgrimidos son tan débiles como temerarios los pronósticos sobre los efectos más o menos depresivos que de todo ello se inferirán en la economía real.Desde luego, sobran motivos para sospechar que las prisas por denunciar a los culpables no han contribuido precisamente a la objetividad de la búsqueda. A comienzos de julio se cumplió el primer aniversario de la caída del baht tailandés, inesperado naipe maestro del castillo financiero asiático, y durante todo el año se consideró como remota cualquier posible influencia del exótico capitalismo oriental en las estables economías del Primer Mundo y sus mercados bursátiles. Algunos portavoces del pensamiento oficia1 sentenciaron que las otrora milagrosas economías asiáticas eran un caso perdido y todo el mundo lo aceptó sin rechistar. Sólo el revoltoso Jeffrey D. Sachs se atrevió a pedir que alguien justificase entonces los billones de dólares occidentales invertidos en ellas, pero bastó que el director del Fondo Monetario Internacional (FMI), Michel Camdessus, recordara una boutade de Unamuno ("mis ideas son como mis botas, de usar y tirar") para que el aplauso general acompañase el abandono de los modelos capitalistas "pasados de moda" y Occidente siguiera inflando compulsivamente el globo bursátil.

Más difícil aún resulta atribuir a Japón el repentino descenso de las cotizaciones, pese a que representa casi el 70% del PIB asiático. Su economía lleva más de siete años sin levantar cabeza, atascada en la peor recesión desde la guerra, con un sistema financiero quebrado en toda regla y un yen con respiración asistida que, pese al alivio, viene doblegando su antiguo orgullo frente al dólar. Además, tampoco el impacto de la situación japonesa en el comercio y la inversión internacionales le había turbado el sueño a nadie, para desesperación de los apóstoles de la aldea única y el viaje en el mismo barco. Finalmente, todos los videntes del "largo recorrido alcista" que, según ellos, tenían ante sí las bolsas conocían sobradamente que la salud de la economía y de la política rusas era tan precaria como la de su presidente y muy elevado el riesgo de siniestro total, finalmente confirmado.

Si dudamos de la culpabilidad de los acusados, ¿qué es lo que ha pasado? Los operadores bursátiles están bastante aturdidos, pues no aciertan a entender que las ideas más simples causen furor en el complejo mundo de la economía, ni que tantas veces las creencias tengan en él idéntica consideración que la realidad. Así, víctima de la propaganda, estaba ya casi todo el mundo convencido de que los ciclos económicos yacían junto a los déficit públicos, de que iniciábamos un largo periodo de crecimiento sin inflación y que hasta el empleo y la mejora del nivel de vida, también entre los más pobres, vendrían unidos a la plena utilización de las posibilidades que ofrece la globalización, el último credo económico del siglo. Pero sonó el maldito despertador y muchos han descubierto en el caluroso agosto que el ciclo bursátil había llegado, una vez más, a su fin. Si no se hubiese confundido tanto a los ahorradores con el nuevo Eldorado económico, nadie se habría alarmado por ello, porque todo el mundo comprende que cuando las cotizaciones llegan tan alto sólo pueden caer ("los árboles nunca llegan al cielo") y más de un siglo de experiencia demuestra también que los descensos terminan cuando los salientes más avispados consideran que se puede regresar ganando dinero. Pero los sorprendidos se cuentan esta vez en centenas de millar, sólo en España.

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Si el estallido bursátil es o no el pistoletazo de salida para una nueva carrera recesiva de la economía mundial es algo que está por ver y las falsas alarmas que sonaron con motivo de otras conmociones financieras (octubre 1987, México 1995) recomiendan prudencia en las predicciones. La CEPAL ha reducido ya en 1,3 puntos su previsión de crecimiento para Latinoamérica y The Economist acaba de comparar la economía mundial con un avión que ha perdido dos de sus cuatro motores y tiene otro en pleno chisporroteo, pero habrá que esperar. Cierto que las crisis financieras "quiebran las expectativas demasiado optimistas, gestadas y alimentadas por los propios mercados" (A. Torrero) y que la inversión, o parte de ella, se puede resentir; pero lo mismo que resulta muy complicado conocer de antemano el efecto exacto que tienen en las bolsas las noticias relativas a la actividad del sector real de la economía, poco puede predecirse sobre la influencia en este último de un mundo, el de los mercados, en el que la volatilidad y la especulación en estado puro se disputan ahora el estrellato.

Lo que sí es seguro es que la crisis bursátil pondrá de nuevo en candelero el comportamiento de los mercados financieros mundiales y la necesidad de crear alguna instancia multilateral capaz de regular los movimientos internacionales de capital, si no se quiere quedar a su merced. No se trata de limitar la circulación del capital1 con controles tradicionales establecidos nacionalmente, porque, además de contraindicados, resultarían inútiles en una época en la que los medios de transmisión de las crisis se mueven a velocidad supersónica y el contagio es electrónico. El objetivo sería el abandono de lo que E. Ontiveros denomina el "no sistema" actual, que ha situado la cuestión de la estabilidad del sistema monetario internacional en el orden del día de las cumbres anuales del FMI ¡durante más de 20 años! Esta misma institución, siempre dispuesta a actuar de banquero-bombero y a prestar todo género de asistencia, salvo ayuda efectiva, lo reconocía el pasado mes de junio: "La opinión pública mundial espera que sus líderes diseñen y creen un nuevo edificio común dotado de una arquitectura audazmente moderna, en lugar de limitarse a remendar un poco las cañerías y decorar el interior de la vieja mansión". Pues no hay nada que añadir, salvo que se prevea un apartamento, por modesto que sea, para todos los países, no sea que en la intemperie florezcan los apaños individuales.

Otra lección de la crisis, ésta recurrente, tiene que ver con la lista de damnificados del ajuste de cuentas, gentilmente llamado corrección, del mercado. En un gran alarde de obscenidad, algún medio informativo especializado ha llegado a destacar y cuantificar en portada las grandes disminuciones patrimoniales supuestamente registradas durante los días más duros de agosto por las principales familias empresariales españolas, quizás para compensar la distracción mostrada mientras se acumulaban los enormes incrementos obtenidos en el primer semestre.

Pues bien, alardes periodísticos de este tenor contribuyen a que, después del estallido, pase desapercibida en la lista de bajas la legión de pequeños ahorradores que han sido atropellados y que, una vez perdida la confianza en el mercado, tardarán mucho tiempo en volver a él. Ciudadanos que no recordarán a los miembros del Gobierno que les recomendaron calma suficiente para mantener sus posiciones cuando la onda expansiva se había adueñado ya del mercado, y tampoco que sólo L. A. Rojo apeló a su prudencia cuando compraban chicharros (valores basura) a precio de lubinas. ¡Ni al amonestador José Barea, el ilustre exfoliado, se le escapó un párrafo! Tampoco recordarán, pues la memoria colectiva es muy frágil y el presidente de la Reserva Federal no está entre sus autores preferidos, que Alan Greenspan advirtió, allende los mares, sobre la excesiva tensión superficial que observaba en la piel de la burbuja ("es irracional", "corta la respiración"...): el ruido de la euforia financiera, la sobredosis de telediarios y los bajos instintos que despierta el olor del dinero no dejaron escuchar las recomendaciones de los profesionales del mercado. Lo cual, en una Bolsa tan estrecha, errática y mediatizada como la española, es más peligroso que mentirle al médico.

Roberto Velasco es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad del País Vasco.

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