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Al salvador de Perafita

Àngels Piñol

"¿Yo, de mayor? Yo, a deportes". Y el poli, un jefe de prensa que atendía con pistola y con su dosis diaria de mala leche, me miró con cara de incredulidad, con un gesto de suspicacia, asombrado de que se pudiera preferir otras cosas a la sangre, los tiros, las pistolas, la coca, los muertos y la miseria de aquélla habitación. "Te van a cortar...", me dijo poco después un peso pesado del diario, que iba un poco piripi, rozándose con el índice la base del cuello. Suele ser esa una nefasta, una pésima noticia, pero yo me alegré. Una liberación. Estaba decidido: O me sacaban del zulo o me iba a vender tomates -si es que me querían- a La Boqueria. Todo daba igual. Ya sólo quería volver a dormir tranquila. "Oye, Piñol. ¿Te gustaría...?". Ramón, casi con timidez, me planteó la pregunta un septiembre de 1994 y me quitó sin saberlo años y canas de encima. Fue todo deprisa. Quien me cortó la cabeza se dejó convencer -"però, però, perquè a esports? què farà una noia a esports?- y a mi me cambió el careton y la vida. Debió notarlo enseguida. Recuerdo que me dijo: "!Oye! Que esto no es un premio. Tu imagen en la redacción es muy mala. Pero que sepas", dijo severo, "que vas a la mejor sección. Y encima donde están las mejores personas". Sabía de lo que hablaba. Nunca hice caso de esa velada amenaza. Y nunca hubo un muerto tan feliz. ¿Se podía pedir más? Buena gente, que se lo pasa de coña, que disfruta, que aprende, que escribe de puta madre y que se ríe. Yo lo sabía porque les miraba de lejos. Tuve la suerte de caer en cuatro mesas donde lo primero son las personas y donde las pequeñas disputas van acompañadas de la reconciliación. Yo puedo decirlo porque venía de un suplicio. Y Ramón siempre estuvo ahí: para enseñar, para estimular, para dar ideas, para dar ánimos, para ser honesto, para corregir con tacto, para ayudar a superar el miedo, para ganar el tiempo perdido, para reconquistarlo todo. "Tú me salvaste el cebollo", le dije a veces. "Mentira: te lo salvaste tú. Uno se salva si no quiere", contestó. No es cierto. No habría sobrevivido sin la cálida acogida de Robert, Manel y Rafa y sobretodo sin el respaldo incondicional de Ramón, que quiso creer en mi cuando nadie lo hacía. Sé de sobras que no era yo el mejor regalo para estrenar la jefatura de una sección. Y sé también que soportó algún que otro comentario burlón. Siempre le deberé que me sacara del fondo. Tiempo después me dijo que había dudado al principio y que pensó en otro para el puesto. Fue Emilio el que le aconsejó. Muchos habrían callado. El, no. "Agradéceselo si tienes oportunidad algún día", me dijo Ramón. Siempre me faltaron cojones. Hoy ya no. Nada importa. Ya puede gritar, perder los nervios, ponerse histérico, enfadarse cuando no puedo conectar el ordenador en el Camp Nou o casi asustar cuando le llamas y descuelga con cierta mala leche el teléfono. O que discutamos y nos cabreemos. Todo eso es lo de menos. O que me llame Sonsoles, se ría de mi moto chupu-pa-pa-pa o que me imite tocándose el pelo y diciendo "uyyy" cuando me entra el canguelo. Hay cosas que no se olvidan, que no tienen precio. Un frío diciembre de 1995 apareció en el hospital cuando iban a operar a mi padre del corazón. Vino para ayudar, para estar ahí. Y entonces comprendo mejor porque un día de 1989, fue de los pocos que me saludó cuando llegué acojonada a la redacción. No hay muchos tipos así. Sólo conozco uno. Y yo, muchas veces, cuando pienso en el poli, en la guillotina o en la Boqueria, creo que Robert, Manel y Rafa tenían una suerte inmensa. Y luego, como agua del cielo, la tuve yo. !Ah! Se me olvidaba; Felicidades, Perafit.

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