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Reflexiones post pactum

Conforme se consolida la vertiente legislativa del llamado pacto lingüístico, se confirma aquel certero aforismo de Ferlosio: "Lo más sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere". Pero no cabe sino alegrarse. Lo siguiente, con todo, es un interrogante previsible: ¿Y ahora qué? Naturalmente, se ha logrado consenso político pero no social. El pacto no va a obrar el milagro de borrar del mapa ipso facto al blaverismo. Lo que puede hacer -lo que debería- es clarificar ese mundo. El otro domingo este periódico elucubraba precisamente sobre la estrategia de su principal brazo político, UV. El blaverismo se configura, en los años de la transición política, como una hidra de dos cabezas. Por un lado está su conocida vertiente virulenta, su terrorismo de pacotilla con bombas, con bolsos o con improperios. Por otro, es un síntoma incontestable de malestar social. Al blaverismo se llega como una vía útil para el franquismo vergonzante, o como un aggiornamento -temeroso de la modernidad (sea ésta lo que sea)- de pulsiones tradicionalistas (Casp y otros: "Como católicos y como valencianos..."). O también, en fin, como un resabio escasamente racionalizado de la oscura conciencia de un pueblo antiguo que se siente diferente, un viejo Reino, un patio particular, una gastronomía propia, qué sé yo. El pacto debería ayudar a tamizar socialmente ese magma. Dejar a Sentandreu donde estuvo siempre, enterrar con todos los honores a Casp y proporcionar a los Villalba y tutti quanti credenciales para el futuro político no siciliano. Pero para eso se necesita que éstos últimos pongan algo de su parte. Puede parecer paradójico, pero me da la sensación que el secesionismo, ciertamente aventado con artificio al principio de la transición (pero no hay semilla que crezca en un yermo), ha acabado ofreciendo las mismas recetas, en lo lingüístico, que su demonizado catalanismo. Hay un eco a Herder, a Fichte, a Von Humboldt en todo eso. Dice Fuster: "Mi lengua es mi patria". Y contestan Casp, Lanuza o Peñarroja (y perdonen por la odiosa comparación): "Y la mía también". De donde el valenciano no es catalán. E si non è vero... Naturalmente, Fuster es mucho más (¿hace falta decirlo?) y estos muchachos vestidos de azul mucho menos. Pero esa es otra historia. Lo más grave, es que después de todo lo que ha pasado las relaciones entre Cataluña y Valencia continúan formulando un interrogante que no es fácil acallar. Son dos países que se necesitan. Deben gestionar un patrimonio lingüístico gigantesco, una literatura perfectamente moderna, un pasado con instituciones y vivencias comunes. Y economías complementarias. Claro que, de creer a los más freudianos -y wildeanos- portavoces del conservadurismo social y político autóctono, catalanes y valencianos tendrían en común verdaderamente todo, excepto, desde luego, la lengua. Esta pantomina tiene los días contados... si y sólo si somos capaces de imaginar -inventar, sería la palabra- una identidad valenciana no conflictiva, respetuosa con la historia y con los sentimientos, que sume y que no reste. Los catalanes sólo nos respetarán si conseguimos respetarnos a nosotros mismos. Ese reto. Vivimos en la era de un tipo que se llama Gates y que se ha hecho famoso con un engendro conocido como Windows. El aire que circula por todas esa aberturas puede estar viciado pero es el nuestro. Mundializados volis nolis, no hay comunidad humana que vaya a resistir con éxito el nuevo milenio sin algún tipo de textura identitaria. El nacionalismo sólo es aceptable como profilaxis: para evitar males mayores. Siendo esto así, es preferible el modelo francés al germánico: una patria de ciudadanos, de convivencia en la diversidad, sin genealogías amenazantes ni vampíricos derechos de sangre. Seguro que un mucho de eso palpitaba también en las propuestas de Fuster. El blaverismo tal como lo hemos conocido tiene los días contados. Fenecerá con más o menos alharacas, aunque los últimos de Filipinas sigan disparando a todo lo que se mueva. Sin embargo, nada sucede en balde: su posteridad, en forma de sustrato, está destinado a configurar una parte alicuota del futuro de este país, y eso no debería perderse de vista. Un poco como los aragoneses dejaron su huella -de acuerdo con teorías razonables- en el romance de los catalanes orientales que poblaron la Valencia de Jaime I. Y esa es la especifidad valenciana. Mientras tanto, se habla mucho en castellano, y diría que cada vez vamos siendo menos bilingües. Ojalá la Acadèmia sirva aún para algo.

Joan Garí es escritor.

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