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Así que pasen 30 años

JULIO A. MÁÑEZ Parece que en Estados Unidos van a revisar ahora el caso del asesinato de Martin Luther King, 30 años después y ya a toro muy pasado, porque, como es natural, hay acontecimientos cuyas claves deben permanecer ocultas para la generación que los vivió a fin de que la luz, si es que algo queda de ella después de tanto tiempo, no dañe ni siquiera a quienes impartieron las instrucciones precisas para facilitar el suceso. Aquí no se ha esperado tanto para reivindicar, bien que por ahora desde Italia, la figura del general Franco, heroico combatiente de la libertad que si no militó en el FRAP es porque en su tiempo no existía espantajo semejante, y que se vio obligado a destripar a unos cuantos marroquíes en las antiguas colonias a fin de probar su temple para la grande misión que nos tenía preparada, que no era otra que la de crear -con alguna parsimonia, eso sí- las condiciones necesarias para la emergencia de amplias capas medias destinadas a reinstaurar la democracia que previamente había destrozado, se ve que por imperativos del guión. Así las cosas, y puestos a revisar confortablemente la historia, podría suponerse que Franco no era más que un bolchevique infiltrado, estratega de postín en el manejo del cambio en las condiciones objetivas para impulsar el salto cualitativo que toda revolución implicaba, y no ese engorroso anciano del bigotito que uno se imaginaba siempre en batín de franela y babuchas viendo películas zarzueleras en la sala de El Pardo. Hipótesis que cuadra perfectamente con el frenesí colaboracionista de la legión de antiguos bolches a la china que corren hacia el bigote de Aznar como las palomitas de la luz al calor que las abrasa, para centrarlo. Finalmente se ha reconocido, porque la historia siempre acaba por hacer justicia, que sus tesis de antaño eran tan justas que hasta los herederos directos del antiguo régimen no han tenido más remedio que plegarse a ellas, y no es casual que ese admirable proceso de conjunción de tantas cosas haya alardeado por ambas partes de la parsimonia característica del Pequeño Timonel. Y si hasta el otrora excelentísimo señor Rincón de Arellano asegura que su jefe de cuando entonces no era fascista sino sencillamente un pragmático, ya me dirán qué diferencia puede establecerse a partir de ahora entre la ideología del pragmatismo y el pragmatismo de la ideología. Estamos en un terreno que permite toda clase de apuestas, aunque abunden los personajes que han encontrado en el pragmatismo el norte de sus vidas. Por aquí hay muchos casos. Pragmáticos cuando arengaban a la decena de militantes del, nada menos, Frente Revolucionario Antifascista y Patriota, denominación cuyo espantoso mal gusto debería haber sido motivo suficiente para avergonzar a sus simpatizantes, siguieron siéndolo como mano derecha de Joan Lerma y ahora en funciones de mano izquierda del señor Zaplana. Porque el buen pragmático está tan obsesionado por el ejercicio de su pragmatismo que nunca dejará de tener las manos ocupadas, ya sea a derecha, a izquierda, o con ambas al tiempo cuando conviene centrarse. Para desdicha de los cronistas del presente, la rica y parsimoniosa evolución interna de esta clase de personajes no se hará pública hasta dentro de unos 30 años. Lo contrario resultaría poco pragmático.

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