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El cumpleaños agridulce de Moscú

La capital rusa olvida en la fiesta de su 851º aniversario la crisis que amenaza a Rusia con el abismo económico

El jefe de un clan de mendigos que tiene contratado un lucrativo puesto a la entrada de una iglesia cercana a la plaza de la Lubianka (que en tiempos soviéticos acogió la sede del siniestro KGB) se tiene que emplear a fondo para defender su territorio de la invasión de otro desharrapado que intenta saltarse las leyes que rigen el mercado de la miseria.¿Signo de la crisis? En realidad es tan sólo una estampa del Moscú cotidiano. Y no la más significativa, porque lo que caracteriza a esta megaciudad de 10 millones de habitantes es que la pobreza está de puertas adentro. La hecatombe financiera y monetaria de las últimas semanas todavía no la ha convertido en una especie de ariete revolucionario contra una clase política que está demostrando que no sabe hacer su trabajo.

No muy lejos de la Lubianka, donde Nescafé ha plantado un globo rojo con forma de taza, del tamaño de un edificio de cuatro pisos, y a tiro de piedra del Kremlin, en el lujoso centro comercial subterráneo del Manezh, construido sin reparar en gastos hace un año, las joyerías y boutiques se quedan sin existencias (igual que en muchas tiendas faltan la sal o la harina) y las cafeterías en las que un té con tarta cuesta 2.000 pesetas están abarrotadas. Y no sólo con miembros de esa nueva y minoritaria clase social que ha dado origen a chistes como el que sigue: "Dos nuevos rusos se encuentran y ven que llevan la misma corbata de Hermés. "¿Cuánto te ha costado?", pregunta uno. "Doscientos dólares", responde. "Pues te han timado", replica el primero. "Yo pagué por la mía dos mil".

Algunos analistas aseguran que los nuevos rusos y la emergente clase media, que se concentran sobre todo en Moscú, pueden salir también malparados de esta crisis, igual que hasta ahora habían sido los grandes beneficiados de la traumática marcha hacia la economía de mercado.

Restaurantes abarrotados

Si es cierta esta afirmación, aún no se ve. Los restaurantes de lujo, que llegan a superar en precio (aunque no en calidad o servicio) a los de París, Nueva York o Madrid, se han apresurado a reescribir sus menús con cantidades equivalentes en dólares a las de hace un mes, como si sus gestores no temiesen que baje la clientela. Los últimos modelos de Mercedes y BMW siguen circulando prepotentes, sin temor a que algún jubilado con pensión de 4.000 pesetas o un obrero de los millones que llevan ocho meses sin cobrar su salario desahogue su frustración en las brillantes carrocerías.Moscú, escaparate engañoso de la nueva Rusia, sorprende estos días más que nunca a los visitantes extranjeros condicionados por cuanto en las últimas semanas han contado periódicos, radios y televisiones. Muchos esperaban encontrarse masas de hambrientos por la calle, colas para comprar pan o vodka, profesionales del mercado negro cuchicheando cambio, cambio y soldados con el gatillo a punto para reprimir una revuelta social.

En lugar de eso, han hallado una espléndida y hermosa ciudad en fiestas, con las calles cortadas no por piquetes de huelga, sino por policías que facilitaban el acceso de peatones a las múltiples celebraciones del 851º aniversario de la fundación de la ciudad. El sábado, cerca de 100.000 personas se concentraron en el parque de la Victoria para presenciar un desfile de globos gigantes. Ese día y el domingo, las plazas de Arbat, Lubianka, Pushkin o Teatralnaya, entre muchas otras, fueron escenario de conciertos y espectáculos gratuitos a la mayor gloria de Yuri Luzhkov, el todopoderoso y presidenciable alcalde que, como en aquella película que ganó un Oscar hace más de veinte años, ha querido demostrar que "Moscú no cree en las lágrimas".

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Con el país viniéndose abajo, hoy más que nunca, Moscú es una ciudad repleta de contrastes. En uno de los festejos, una joven madre pregunta cuánto vale un globo y, al saber que son 20 rublos (menos de 200 pesetas al cambio actual), se indigna: "Pero si eso es lo que valen cuatro litros de leche".

Tal vez en su barrio se pueda comprar leche por cinco rublos, pero cada vez es más normal encontrarla a siete e incluso a 20, si es extranjera. Aun así, su sorpresa está justificada. Con devaluación y todo, hay cosas en Moscú, cada vez menos, que se pueden conseguir aún a los precios antiguos: 40 rublos una entrada para un concierto de abono en el Conservatorio, por ejemplo, o 90 para el Bolshói, aunque es inútil buscarlas en taquilla.

En algunos mercados, o en la calle, donde la gente sigue vendiendo parte de lo poco que saca de sus huertos familiares, se compran sandías a rublo y medio el kilo, tomates a cinco, plátanos a ocho, entrecó a 50 e incluso caviar a 1.200, casi igual que antes del desastre.

Claro que estos precios, vigentes el sábado, pueden ser historia hoy mismo. Ya lo son de hecho en multitud de supermercados, donde los empleados no dan abasto a cambiar las etiquetas, y donde con frecuencia se producen abusos basados en la creencia de que lo que hoy es caro mañana será barato. La mayoría de los precios ha subido de un 50% a un 150%, aunque algunos se han cuadruplicado. Entretanto, el dólar, en 20 días, ha pasado de cotizarse a 6,2 rublos a superar los 18, y difícilmente se parará antes de los 30, o más allá.

Con los ahorros bloqueados en los bancos y depreciándose cada día más, con pensiones y salarios (muchas veces cobrados con retraso) todavía invariables, con las importaciones cayendo en picado, con el fantasma del desabastecimiento a la vuelta de la esquina y, para colmo, sin Gobierno, incluso el espejismo de Moscú se está rompiendo. Al otro lado está el abismo en el que toda Rusia se precipita.

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