Política sin sustancia
Si fuera verdad lo que decía el joven Ortega sobre la sustancia de la política como "guerra ilustre entre gentes de la izquierda y gentes de la derecha" estaríamos hoy ante una política sin sustancia. Y no porque la guerra entre ambas sea poco ilustre, que también, sino porque un empujoncito más y nos quedamos sin gentes de la derecha. Las de la izquierda no corren peligro: tienen a gala parecerlo antes que serlo. Su única duda se refiere a cuánto de izquierda meten en el zurrón cada vez que salen a la compra de votos, si cuarto y mitad o la mitad de un cuarto; cuestión de cálculo, más que de identidad.No ocurre lo mismo con la derecha, que lleva veinte años de peregrina al santuario del Centro por ver si encuentra al ermitaño que la absuelva de sus pecados históricos. La razón de tan mala conciencia es que todas las connotaciones del término derecha son en España de infausta memoria. Religión, Patria, Orden, Propiedad, nunca Libertad, Parlamento, Democracia, Reforma. Ni Maura, ni Gil Robles, ni Fraga: no hay líder político de la derecha que pueda servir como una percha, ni siquiera como un clavo ardiendo del que colgar una identidad presentable a los electores de hoy.
De ahí que las actuales gentes de la derecha huyan despavoridas de esa posición en la que, de forma persistente, no ya sus adversarios sino la mayoría de sus votantes las ubican. El problema es que como no quieren ser de derechas y decididamente no son de izquierdas, su huida las arroja en brazos del Otro, del Innombrable. Pues, si bien se mira, el lugar al que les lleva su obsesión por la marcha continua es idéntico al que ocupó Franco durante toda su vida. Franco presumía con razón de no hacer política porque había borrado a patadas la línea de demarcación entre derecha e izquierda en que consiste, efectivamente, toda la sustancia de la política. Lo que pasa es que a él eso del centro le parecía una fantasmada propia de gentes poco viriles y llamó a la suya con el sonoro nombre de política nacional.
Un sucedáneo de política nacional en lugar de una política de derechas es lo que nos vuelve a proponer ahora el PP cuando anuncia su disposición a reemprender la marcha hacia el centro. Política nacional, llamada ahora de interés general, porque en todas estas guerras mediáticas por el espacio lo que late es la intención de dejar sin terreno al adversario; de ocupar, por tanto, todo el terreno. Lo cual, entre nosotros, tiene un único y muy claro antecedente: el Movimiento Nacional. De manera que cuando las gentes del PP presumen de adelantar por la izquierda a Tony Blair lo que nos están diciendo es que no quieren ser como Maura, Gil Robles o Fraga, que eran de derechas y lo tenían a mucha honra, sino que aspiran al ideal de Franco, a la totalidad o, en términos vulgares, a comerse todo el pastel. La única novedad es que, después de haber intentado la aniquilación de su adversario por tierra, mar y aire, al estilo de los años 40, van a probar el método de los años 60, la modernización y la concurrencia de pareceres.
Por programas, por talante o intenciones, por ideales, o por no se sabe qué pertinaz manía, la política democrática consiste desde la Revolución Francesa hasta hoy -como nos recuerda Bobbio- en la competencia entre derecha e izquierda, sea cual fuere el contenido cambiante que encierre esa metáfora espacial o el nombre que cada partido reciba. En España hemos pasado la mitad del siglo sin derecha ni izquierda y sabemos muy bien qué significa eso: ausencia de política, sobra de mando. Con la llegada del PP al Gobierno se abrió la posibilidad de contar por vez primera con una derecha moderada, libre del fardo autoritario, capaz de asumir sin complejos su nueva identidad. No ha sido así y fatiga produce verlos, siempre con la lengua fuera, en desaforada carrera por abandonar esa noble posición. Pues que no corran tanto, porque cuando logren liquidar a la derecha ya nunca podrán alcanzar el centro.
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