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Invasión irracional

MANUEL A. AYÚS Y RUBIO El entorno es uno de los principios básicos en materia de composición arquitectónica. Esta declaración, que resulta obvia, lleva implícito que, desde el ámbito de la concepción teórica y desde su posterior materialización, la arquitectura deba defender su mismidad. Por ello pretendo transmitir la importancia de la conservación de todos los elementos preexistentes, frente a aquellos que puedan introducirse en el medio del Benacantil y las implicaciones que ello conlleva, cuando se está ante un hábitat consolidado y comprimido, hábitat que implica como constante una fruición entre el ciudadano y su entorno. El vínculo entre arquitectura y lugar es incuestionable. El lugar incide en la arquitectura y la determina. Ambos deben estar en perfecta armonía, en perfecta simbiosis, son elementos orgánicamente indisolubles. Que la arquitectura asuma el lugar, asuma el medio, lo haga suyo y lo simbolice, nos indica el grado de implicación y el ensimismamiento entre ambos: considerar que la arquitectura señala el lugar y éste a su vez lo condiciona. Cuando el cuerpo arquitectónico invade un territorio que no le pertenece provoca tensiones por inadecuación en el obligado diálogo que se genera. Tal actuación debe entenderse como una declaración de lesividad ante una relación arbitraria e inaceptable que se da entre el espacio exterior y el volumen arquitectónico, cuando entre ellos no media lo ecuánime y cuando el concepto de escala falla. El Benacantil es el ámbito del castillo de Santa Bárbara, es el espacio vital que permite la existencia dialéctica, razonada, entre el hito y su demarcación. Cualquier intento de minimizar los límites de su suelo no dejará de ser una invasión irracional sobre el dominio establecido entre ambos, a través de un principio de equidad. Quiero advertir que no sólo se está agrediendo al monte y al castillo, sino que de igual forma se está atentando contra la arquitectura del Palacio, al que imponen un sitio que no le pertenece. No se pueden acotar, bajo mínimos, las posibilidades que el programa de necesidades de un Palacio de Congresos exija, y de ello hipotequemos a priori el que emane una volumetría necesaria y una ocupación en planta que responda a los servicios que tal artefacto arquitectónico debería garantizar. Acabo recordando al ciudadano que, en el ámbito de la protección del medio ambiente gozamos de ciertos derechos legítimos, de los que las leyes nos otorgan mediante la figura de la acción pública y la acción popular. No seamos pasivos, ejerzamos dando a la Administración local, en este caso, una respuesta adecuada sujeta al respeto y con sometimiento al principio de equidad y al de proporcionalidad, con la esperanza, mantenida por nuestra parte, en una respuesta digna desde la Administración que dimane, como poco, del principio de reciprocidad.

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