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Tribuna
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Traficantes y teléfonos

Yo una vez fui teléfonodependiente. Vivía colgado del teléfono, esperando llamadas que me salvarían la vida y nunca llegaban, o llegaban y no sólo no me salvaban la vida sino que me condenaban más. Adiós al teléfono, dije, y cada vez uso menos el teléfono, lo imprescindible. Y entonces recibo una llamada. ¿Quién es? El traficante. La Compañía Telefónica. Quiere rebajarme el precio de las llamadas a los teléfonos que yo elija. Conozco a Telefónica, así que inmediatamente pregunto cuánto me van a cobrar por la rebaja que me están ofreciendo. Telefónica es voraz: acabo de llamar a Nerja desde la estación de autobuses de Málaga para dar un mensaje de 15 palabras, y he tenido que echar en el teléfono público 75 pesetas cuando antes sólo tenía que echar 50. Nada: no me cobrarán nada por su generosa rebaja. Y tienen más regalos para mí. ¿Quiero que me conecten el contestador automático? Terminantemente digo que no. No, muchas gracias, no, por favor, nada de contestador. Y me despierto al día siguiente. ¿Ha sido un sueño la amabilidad de Telefónica? Descubro que en mi teléfono (que en realidad es de Telefónica) tengo dos mensajes en el contestador, mi contestador. Telefónica me lo ha conectado a traición. Lo desconecto inmediatamente. Pero hay más sorpresas. Estoy hablando por teléfono, trabajando, y suena en el auricular un pitido impertinente, insistente, inagotable: la persona con quien hablo me explica que ese pitido es un aviso de que tengo otra llamada. ¡Otro servicio que me ha instalado la benemérita Telefónica! Así que me vuelvo loco, y aprieto teclas para matar el grillo al servicio de Su Majestad la Telefónica, y ya estoy hablando por otra línea, y pido disculpas, y me siento un personaje de aquellas películas donde el Rey Secreto del Mundo era reconocible porque tenía 11 teléfonos encima de la mesa y recibía a la vez 117 llamadas. Es que Telefónica quiere convertirme en uno de esos adictos a la droga PPPP (léase en inglés: pipipipi), drogados del zumbido del teléfono, con tres teléfonos móviles y tres buzones de voz (que acierto poético llamar al teléfono buzón de voz: parece de Rafael Alberti) y contestadores automáticos que atrapan, gracias a Dios, la llamada que se nos escapaba porque no estábamos. Telefónica vampiriza este tráfico. Lo transforma en beneficios, y los beneficios de Telefónica son cada vez más perjudiciales para los usuarios del teléfono. Y Telefónica es cada vez más ávida, hasta cuando vende su droga a precio rebajado, agoniosa, dispuesta a no desperdiciar ni una dosis. Ya ha ganado esas 100 pesetas de los mensajes que cazó en mi contestador obligatorio, y 200 más con esas llamadas cruzadas que invadieron mi conversación. Le temo a Telefónica, a sus precios y a sus regalos torturadores. ¿Y si se le ocurre que una voz amable y educada me despierte a las cuatro de la mañana para informarme gratuitamente de a cuánto asciende mi cuenta telefónica, por mi bien, para que medite sobre mi economía en las horas del insomnio oscuro y me administre mejor, y llame por teléfono por fin a mi madre, aprovechando que a las cuatro es más barata la llamada?

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