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El discurso vacío

La palabra vacía es la que no expresa nada. Ni contenidos objetivos ni siquiera los auténticos sentimientos del hablante. Pero, aun así, sirve para diagnosticar su morbosa autoatención y lo que detrás de ello hay. Tal categoría, acuñada por los teóricos de la psicología dinámica, podría trasladarse al análisis del discurso político hoy imperante en España. Nada hay en él referente a nuestros problemas reales, cualquiera que pueda ser su diagnóstico y el tratamiento que para ellos se propugne, y sólo por la vía indirecta de la interpretación nos informa del estado de ánimo de los sujetos discursantes, algo de suyo con escaso interés. Cuando los políticos no se atacan recíprocamente o, lo que es lo mismo, se amonestan imprudentemente, utilizan una jerga consistente en la concatenación de categorías generales que, por referirse unas a otras y permanecer siempre vacías, de nada informan y nada comunican. Lo primero muestra tan sólo un estado de ánimo crispado; lo segundo, probablemente, una escasez de ideas. En todo caso, avatares muy subjetivos que tal vez interesarán mañana al historiador, si es que tales episodios merecen ser historiados; pero no a la ciudadanía.Claro está que la retórica ha sido siempre, y hoy también, un legítimo e importante instrumento de la política, a la hora de movilizar convicciones y, más aún, emociones, e incluso la retórica puede contribuir a la configuración de la realidad, objetivo político por excelencia. Pero en el caso de la palabra vacía de nuestros políticos nada se configura ni moviliza. Se trata de un gesto destinado a llenar el espacio con la futilidad propia de una fotografía de vacaciones.

Y esto no es un signo de nuestro tiempo, sino de nuestra latitud. Basta comparar. Hace días aparecían juntas imágenes y declaraciones de políticos españoles y extranjeros. Por ejemplo, el primer ministro británico, Blair, inauguró su curso político tomando una importante decisión sobre el transporte aéreo -la compra del Airbus- que, certera o errónea, es de la mayor trascendencia práctica, y convocando un debate parlamentario sobre el proceso de paz en Irlanda, algo no menos concreto, cualquiera que sea su resultado. Simultáneamente, su homólogo español invocaba el centrismo y reclamaba nuevas ideas cara al siglo XXI; los líderes socialistas disertaban sobre el quántum de lo que se debe de opinar y el portavoz del Gobierno invocaba la necesidad de la España moderna y atractiva. El más cercano paralelo europeo es el permanente no decir nada del candidato Schröder -y gracias a ello a lo mejor gana otra vez Kohl-. ¡Aquí es como si todos estuvieran en la oposición y en permanente campaña!

Nadie más entusiasta que yo de pensar con categorías generales. Pero si tales categorías se remiten unas a otras: el "consenso" a la "lealtad constitucional", ésta a la "fidelidad institucional", y de nuevo al "esfuerzo" conjunto, en pro de la "modernidad", para una "mayor confianza y bienestar", etcétera, etcétera, el discurso puede prolongarse al infinito. Así el político no se moja ni responsabiliza en algo tan vulgar como los problemas de nuestro transporte aéreo, por no poner otros ejemplos más importantes y aun lacerantes. Pero es claro que tales problemas tampoco se resuelven y la ciudadanía nada sabe sobre su gestión. La palabra vacía se torna así la más antidemocrática de las retóricas; pero, a la larga, creo que la más ineficaz también.

¿Sería mucho esperar que en el nuevo curso los autores de opinión presionen a los políticos para que hablen de algo concreto, con tal de que ese algo no sean ellos mismos? ¡Eso sí que sería un paso en la rehabilitación de la democracia! La nueva y más ilusionante y honesta pólítica sería un volver a las cosas mismas.

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