Limbo
Hay un terreno de nadie, un limbo imbécil, que dura 24 horas y que se reproduce, año tras año, todos los 31 de agosto. Verán, es ese día en que los que regresan están sonados, sobre todo si tienen que reincorporarse inmediatamente a sus puestos de trabajo (estamos hablando de quienes laboran: los parados viven en el infierno), mientras que quienes inician sus vacaciones el 1 de septiembre, al límite de sus fuerzas, pueblan el éter con imprecisión bovina.Este último lunes, por ejemplo. Siete veces se cortó mi comunicación telefónica con una amiga que vive tres bloques más abajo, de modo que, antes de cortarme mis propias venas con mi propio auricular, fui a verla; pero el ascensor se quedó entre dos pisos. Cuando me salvaron, la amiga ya se había ido de casa (bajó a pie, sin percatarse de que los aullidos que brotaban del ascensor eran míos), por lo que salí a la calle. Qué bien, me dije, por fin ha abierto el bar de enfrente; pero carecían de existencias, aunque andan sobrados en sonambulismo.
Acepté un batido de Cerebrino Mandri (reserva 1954) y a continuación llegó un vecino, recién aterrizado de Bali, que se acodó en el mostrador; es decir, se acodó sobre mis gafas de lentes progresivos que estaban sobre el mostrador, causando una herida a una lente valorada en 45.000 pesetas y dos tiritas.
Fue entonces cuando me dije que sólo El Corte Inglés, con sus pingües beneficios, su perfecta gestión y su escrupuloso trato al cliente podría salvarme en jornada tan asquerosa. "Les llamaré y encargaré el cristal, y así en dos días volveré a ver por el ojo derecho", reflexioné.Agarré el teléfono, marqué el novedoso 1003, pedí el número de El Corte de Castellana, en Madrid, y se hizo un silencio que me heló la sangre. "No existe", dictaminó la moza.
Menos mal que el 1 de septiembre lo volvieron a poner.
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