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Dulce sangre de Buñol

MANUEL TALENS Cualquiera que observe España desde una cierta distancia puede ver sin obstáculo que se trata de un país con la violencia incrustada en sus genes culturales. Sin embargo, esta certeza no debería deducirse de las muchas guerras intestinas que ha padecido a lo largo de la historia, pues, al fin y al cabo, cualquier otro pueblo europeo tiene en su haber tantos o más conflictos armados. La violencia española hay que leerla en las costumbres familiares y comunales: casi 100 mujeres asesinadas al año por sus maridos, niños verbalmente heridos a diario por sus padres como parte de una educación autoritaria que se considera normal y -prodigio de crueldad convertida en kermés- animales a los que se tortura y destruye siguiendo un rito, ya sea despeñando cabras desde el campanario, decapitando gallos o estoqueando toros en el ruedo. A pesar de lo dicho, no pretendo hacer un juicio moral. Tampoco deseo sumarme a la cáfila de críticos extranjeros que abominan de tradiciones populares "salvajes" y "primitivas" (¿qué lección puede darnos Brigitte Bardot, que sin aparente incoherencia defiende focas en el Canadá y vota luego por el racista Front National?). Este preámbulo busca más bien establecer las bases que me permitan afirmar que muchas de las tradiciones populares españolas se basan en la sublimación de la violencia. Eso es lo que ocurre en los divertidos e incruentos combates colectivos que se organizan en diversos puntos de la península como parte del programa veraniego. Conozco dos de ellos por haberlos presenciado: uno en el pueblo gallego de Villagarcía de Arosa, la Fiesta del Agua, que consiste en ponerse pingando a manguerazos como si hubiera llegado el diluvio universal; el otro en Valencia, la Tomatina de Buñol, de un efecto visual mucho más angustioso por la similitud plástica que posee con las matanzas medievales a las que alude metafóricamente. En ambos casos se trata de actos nada ingenuos de catarsis y desahogo colectivos, orquestados con destreza carnavalesca para apaciguar sin daño alguno los malos humores del personal. Hace varios días, en un espacio televisivo de noticias, una viajera entrevistada comentaba haber hablado con un niño de un barrio marginal colombiano que sólo conocía dos cosas relativas a España, los Sanfermines y la Tomatina de Buñol. Colombia es una tierra donde la huella violenta de la conquista sigue expresándose día a día en todos sus ámbitos con una atrocidad sólo comparable a la saña asesina -por fortuna aquí ya institucionalmente proscrita- de nuestros Torquemada, Pizarro o Franco. Es más que probable que para ese niño de Cali o Bogotá, acostumbrado a ver la existencia a través de un filtro de muertes, secuestros, explosiones y cuerpos destrozados, el rojo intenso y vegetal de los tomates sea una prueba más de que el mundo es un campo de batalla y la vida una guerra, lo cual no es ninguna sinrazón si nos atenemos a la realidad cotidiana que va de Kosovo a Chiapas pasando por Argelia, Sudán o el Zaire. No obstante, he de confesar mi consuelo ante el hecho de que, por una vez, la sangre derramada sea dulce y vegetal y metamorfosee la violencia en verbena. El odio tiene la misma medida que el amor y de uno a otro no hay más que un paso. Buñol ha sabido darlo.

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