La vuelta de las noticias
"Si no fuera por las catástrofes, no tendríamos qué contar", me decía un periodista hace un mes, aludiendo a la penuria de noticias, "casi tememos que se acaben las inundaciones en China". Países que nunca aparecían en los diarios, y que el lector medio ubicaba con dificultad, ocupaban las primeras páginas porque habían sufrido un maremoto o porque padecían una súbita plaga de langosta. "Y menos mal que este año tenemos a El Niño...". Uno llamaba a las redacciones y las encontraba prácticamente vacías. "No hay nadie. Han salido todos en busca de noticias", informaba la telefonista. Lo decía como si hubieran salido a una caza tan elusiva e improbable como la del brontosaurio. Horas después, los periodistas volvían extenuados, con laboriosas historias sobre vaquillas perdidas, acequias contaminadas o partos múltiples. Ni siquiera las actividades veraniegas de los políticos daban mucho de sí, porque se parecían demasiado a las de los demás mortales y porque además ya se habían contado y no era posible publicar todos los días el mismo artículo. La escasez estival de noticias es un problema antiguo. Hacia 1920, cuando la Corte española veraneaba en San Sebastián y de julio a agosto todos los diarios nacionales de prestigio enviaban a sus corresponsales a esa ciudad, como si los mandaran a una misión en Finlandia, Julio Camba afirmaba que allí sólo había unos 12 temas apropiados para escribir artículos, y que los periodistas que llegaban de fuera hacían las mismas crónicas cada temporada. Había uno, por ejemplo, que llevaba ya 15 años repitiendo un artículo sobre la lluvia, aunque no lloviera, y otro que se había especializado en hablar sobre las pulgas de los hoteles. Un verano se presentó Camba en San Sebastián cuando Wenceslao Fernández Flores, que era corresponsal de otro periódico, estaba ya allí varios días. "Supongo", le dijo Camba, "que me habrá dejado usted algún tema disponible, aunque sea de segundo o tercer orden". Fernández Flórez se rascó la cabeza, meditabundo. "Veamos, veamos", insistió Camba, "ha hecho usted ya el artículo de la lluvia, el de las pulgas, el del objeto perdido, el de la mujer misteriosa...". Resultó que Fernández Flórez los había escrito todos, y precisamente del modo que a Camba le habría gustado escribirlos. Estaban entrando en el Casino cuando Camba observó que el portero era tuerto. "¡Qué curioso!", exclamó, "este portero tuerto, en un lugar donde se juega tanto dinero... ¿Es que habrá todavía en San Sebastián una crónica por hacer?". Pero Fernández Flórez ya había escrito también sobre el portero tuerto. Debo a la escasez de verdaderas noticias mi redescubrimiento de Julio Camba. A fuerza de no oírle nombrar, y olvidando cuánto me había hecho reír hace muchos años Aventuras de una peseta, creía que era un escritor sin mayor interés, hasta que este verano, abrumado ante tanta catástrofe impresa y buscando lecturas más ligeras y sincopadas, di con sus libros de artículos, comprobé que no podía dejarlos y me convertí en cambista. Un humorismo tan fino, tan original, más de sonrisa continua que de carcajada, es algo que se echa de menos en este país, donde el sentido del humor se ha embotado mucho, a juzgar por la tosquedad de los chistes que circulan y los programas supuestamente graciosos que las televisiones promocionan. Tantas ganas tenemos de reír que reímos de cualquier cosa, con lo que la capacidad selectiva se debilita y la ruda chanza prospera a costa del ingenio. En uno de sus libros, La casa de Lúculo o el arte de comer, Camba cuenta que, estando en un restaurante parisino de larga tradición con unos empleados del consulado español, salió a discusión el tema del arroz. Uno de los comensales tomó a su cargo la defensa de la paella, con una energía, subraya Camba, "a la que, desgraciadamente, nos tiene muy poco habituados el cuerpo consular". "No hay nada más rico en el mundo. Imagínese usted", le decía al dueño del restaurante, que les acompañaba, "que la buena paella tiene de todo: pollo, anguila, calamares, almejas, cerdo, guisantes, arroz, caldo...". El dueño de La Biche, que así se llamaba el local, afirmó autoritariamente que aquello era imposible. "¿Cómo imposible?", replicó el defensor de la paella, y continuó con su sabrosa letanía: "Caldo, pato, pimientos, alcachofas, chorizo, merluza...". "¿Ve usted cómo es imposible?", volvió a interrumpirle el patrón de La Biche. "¿Quién se atrevería a reunir todas esas cosas en un mismo plato? ¡Se necesitaría estar loco!". Los españoles se ofrecieron a prepararle una paella allí mismo, para que juzgara. "¿Aquí? ¡Oh, no! Muchas gracias", contestó horrorizado, "lo siento, pero no puedo permitirlo. Este restaurante tiene cuatro siglos, ¿saben? Pollo y anguila, almejas y cerdo... Sería el desorden, la anarquía". Aquel hombre, partidario de la cocina clásica, rechazaba la paella porque a su modo de ver violentaba las reglas, como los críticos que censuraban acremente a Racine por haber empleado en cierto verso de uno de sus dramas la palabra perro. Define Camba la paella como un plato romántico, lleno de realismo y de color local, y dice que la única receta infalible es tomar el tren y venir a Valencia o a Alicante. Con el comienzo simultáneo de la Liga y del curso político, la prensa respira alborozada. Las noticias vuelven a fluir naturalmente y ya nadie escribe artículos sobre la falta de noticias.
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