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Reportaje:PLAZA MENOR - RUBÉN DARÍO

Estampas modernistas

Esta glorieta se llamó antes del Cisne por confluir en ella el paseo del mismo nombre. El cambio de denominación lo hubiera rubricado con gusto, y tal vez con pluma de ave, el laureado vate nicaragüense, lírico frecuentador de estas palmípedas longilíneas y emblemáticas que tanto juego dieron a los poetas de salón. El ínclito Rubén Darío, ubérrimo y fecundo cantor de las razas de Hispania, sátrapa indiscutiblemente del modernismo y fino orfebre del metro y de la rima, debe de sentirse cómodo en este coqueto y pintoresco enclave, en los confines de Chamberí con la Castellana, rodeado de edificios singulares y un punto caprichosos como el "hotel árabe" que mandó construir don Guillermo de Osma y que hace esquina con la calle dedicada a otro personaje exquisito y adicto al exotismo, el pintor Mariano Fortuny, también convocado a gozar de póstuma y recoleta fama en estos lugares. Desde su asequible pedestal, velado entre el follaje, el divino Rubén se asoma en bronce y busto de discreto tamaño a su santuario urbano, abigarrado muestrario de arquitecturas e infraestructuras viarias como el puente que salva la Castellana, enmarcado por la barandilla cinética de Sempere que anuncia la proximidad del Museo de Escultura cobijado bajo sus arcos. Tan asequible es el pedestal sobre el que se asienta la privilegiada cabeza del poeta que en más de una ocasión, no se sabe si como ultraje u homenaje, fue descabezado por los cacos, que dejaron la peana pero se llevaron el santo.La glorieta del Cisne pudo serlo del "Fénix" cuando albergó en su centro una estatua del ingenioso Lope de Vega, monumental ave de paso que fue unos años dando tumbos de un lado a otro de Madrid resucitando en diferentes emplazamientos según las veleidades municipales. Otra coincidencia que no hubiera desagradado a Rubén, plumífero ostentoso y flameante que reinó en su tiempo sobre la corte modernista de Madrid y arrastró a su verboso séquito por los cafés y las cervecerías de la urbe, donde, con olímpico desprecio por su salud, solía entromparse el genio hasta el estupor etílico, ante el respetuoso silencio de sus discípulos, que trataban de captar el significado de sus torpes balbuceos, por si entre eructo y borborigmo salía de sus labios alguna perla digna de rescate.

Así lo hacían porque era notorio que Rubén había compuesto su Salutación del optimista en un estado de alcohólica euforia, con lo difícil que debe de ser en tales circunstancias pronunciar de corrido una estrofa como la de las "ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda" de forma inteligible. Así lo cuenta el minucioso memorialista Rafael Cansinos Assens en el primer tomo de su Novela de un literato. Al joven Cansinos su militancia modernista y su admiración por Darío no le resta distanciamiento crítico al descubrir una de estas veladas más báquicas que apolíneas. Tampoco le tiembla la mano cuando en el segundo volumen de su trilogía autobiográfica ha de trazar su escueta necrológica: "Muere en León (Nicaragua) a los cuarenta y nueve años de edad el gran Rubén Darío, víctima de su vida pródiga, de su poesía y de su ajenjo".

Pasada la medianoche empiezan a posarse por los alrededores otras aves nocturnas y multicolores, de sexo ambiguo, aunque de ubérrimos atributos femeninos, exóticas, y a veces patéticas, criaturas, hijas del más fecundo mestizaje, hermanadas por la cirugía plástica. Pasada la medianoche, llegan a la plaza los ecos de la buena mala vida de los boîtes de lujo y los hoteles de moda, de los pubs de diseño y de las terrazas de verano que jalean y maquillan el paseo de la Castellana. Pero la glorieta permanece tranquila, muda. El singular edificio que hasta hace unos años pertenecía a la Asamblea de la Cruz Roja tiene cierto aire de fortaleza medieval, pero no intimida a nadie porque se trata de un aire modernista, más gracioso que apabullante, como evidencia su corta estatura. Se trata de una pieza más en este rompecabezas de palacetes, caserones y mansiones que se reparten por la zona como mudos testigos de piedra de los caprichosos gustos de la aristocracia y de la plutocracia madrileña que vivió el pasado cambio de siglo y que afrontó con un optimismo que pronto se revelaría injustificado la nueva era del progreso y la abundancia. Entre falsas gárgolas y blasones fingidos, ornamentos neogóticos y forjas rotundas, destaca como una joya emparedada la mencionada casa palacio de don Guillermo de Osma, que el arquitecto Enrique Fort concibió en 1889 entre nostalgias de la Giralda y ensueños califales. El imposible harén moruno de don Guillermo, tras oportunas y respetuosas reformas, serviría años después como sede del Instituto Valencia de Don Juan, de su biblioteca y de la espléndida colección de tejidos, cerámicas y antigüedades que el mecenas acumuló a lo largo de su vida. Otro edificio notable es el que hoy ocupa el Defensor del Pueblo, sólido e historiado inmueble cuyo empaque no desmerece con la relevancia de la institución que alberga.

Algo parecido a una erupción volcánica arrasó los palacetes y hoteles de la Castellana, como menhires de lava solidificada emergieron en su lugar modernas torres de basalto y de mármol, acero y cristal. Los últimos vestigios de aquella Pompeya urbana, un tanto pompier en cuanto a gustos se refiere, se conservan en esta retaguardia salvada de milagro, semioculta entre los nuevos bloques que se abren paso entre Almagro, Miguel Ángel y Eduardo Dato, las vías principales que confluyen en la ecléctica glorieta de Rubén Darío, en cuyas fachadas puede leerse un calendario de estilos arquitectónicos, son cuatro edificios, cuatro etapas, cuatro jalones en la historia de un siglo con más luces que sombras.

Entre los arbustos atisba Rubén el paso de los viandantes que apenas se detienen en esta plaza, huérfana de comercios, donde se abre una boca de metro más bostezante que voraz. Inmovilizado por el escultor palentino Victorio Macho en actitud serena, Rubén también se contiene para no desmerecer la obra de artista con un bostezo y aguarda a que la noche sea más pródiga en aventuras, aunque le rapten infieles vándalos o fieles ladrones.

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