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Las esperanzas de un derrotado

Como acertadamente apuntaba ayer Cayetano López en estas mismas páginas, la vida de Manuel Azcárate (1916-1998) se inscribe prácticamente dentro del marco temporal delimitado por las fronteras de la versión abreviada del siglo XX teorizada por Eric Hobsbawm: entre las esperanzas revolucionarias despertadas por Octubre de 1917 y los coletazos de la simbólica caída del muro de Berlín en noviembre de 1989. Ese sangriento periodo, dominado en su etapa inicial por el ascenso del fascismo, explica en buena medida que un muchacho de la clase media, sobrino-nieto de Gumersindo de Azcárate y educado en los valores laicos, liberales y moderados de la Institución Libre de Enseñanza, optara en 1934 por la militancia comunista y consagrara los siguientes 47 años de su vida, con lealtad y sacrificio, a ese compromiso político e ideológico. En Derrotas y esperanzas (autobiografía galardonada en 1993 con el VII Premio Comillas de Tusquets Editores), Manuel Azcárate proyecta sus recuerdos personales sobre el trasfondo de los últimos años de la dictadura de Primo de Rivera, la proclamación de la Segunda República, el golpe militar de julio de 1936, la guerra civil española, el estallido de la Segunda Guerra Mundial, la resistencia francesa a la ocupación alemana, la organización exterior de la oposición al franquismo, las depuraciones estalinianas y la guerra fría; en Luchas y transiciones. Memorias de un viaje por el ocaso del comunismo (publicado por EL PAÍS-Aguilar, ese segundo tomo de memorias estará en las librerías el próximo septiembre) sirven de telón al relato autobiográfico la Unión Soviética de Jruschov, la China de Mao Zedong, las llamadas democracias populares, la Francia de De Gaulle y la España de la transición.Si la interminable dictadura de Franco mantuvo a Manuel Azcárate alejado de su país durante casi cuatro décadas, la designación de su padre, Pablo de Azcárate, como secretario general adjunto de la Sociedad de Naciones le instaló como hijo de familia en Ginebra desde los seis hasta los 18 años. "Muchas veces", reflexiona en su autobiografía, "me he preguntado: ¿por qué me ha tocado vivir desde niño en el extranjero?". Esa interrogante aparentemente retórica invita a buscar las claves del hondo patriotismo de los españoles expulsados de su tierra -desde la reacción fernandina hace casi dos siglos hasta el franquismo- por el fanatismo intolerante de una derecha autoritaria y clerical que se sigue considerando todavía hoy propietaria del país. Otro exiliado de la guerra civil, Jorge Semprún, expresa en su bello último libro (Adiós, luz de veranos, Tusquets Editores, 1998) el mismo sentimiento de rebeldía frente a su forzado trasterramiento: el deseo de ser enterrado en el cementerio de Biariatu (objeto del hermoso poema de Miguel de Unamuno evocado por Jon Juaristi en El bucle melancólico), sobre el Bidasoa, envuelto en la bandera tricolor de aquellos rojos españoles que murieron -por decenas, por centenares de miles- sin poder regresar a su tierra.

Manuel Azcárate, sin embargo, no sólo volvió a España a tiempo para ser enterrado entre los suyos, sino que, además, cumplió durante los últimos 18 años de su vida la singular hazaña -al igual que hiciera Fernando Claudín- de rehacer su vida en la sociedad civil después de casi cincuenta años de revolucionario profesional, sin practicar ajustes de cuentas personales con los dirigentes del PCE que habían recompensado su larga abnegación militante con una expulsión bochornosa. Hay motivaciones de todo tipo para explicar política, intelectual y moralmente tanto la decisión de ingresar en un partido comunista como el acto de abandonarlo. Si la solidaridad de clase y la miseria dan cuenta de las razones de los trabajadores manuales, el testimonio autobiográfico de Manuel Azcárate enseña cómo la educación sentimental, moral e intelectual llevó a tantos estudiantes, profesores, artistas e intelectuales españoles a afiliarse en el PCE: una organización que combatió de 1936 a 1939 a los generales sublevados en el primer ensayo general con todo del asalto del fascismo europeo a la democracia, que prosiguió esa misma lucha contra la Alemania nazi en otros países del continente entre 1941 y 1945 y que desafió a la dictadura desde la entrada de Franco en Madrid hasta su muerte, 36 años más tarde. Ciertamente, la quiebra de la Unión Soviética ha aportado desde finales de los ochenta pruebas irrefutables del fracaso de los sistemas comunistas, una conclusión percibida ya por los primeros disidentes en los años veinte, confirmada en 1956 por el informe de Jruschov y evidente tras la invasión de Checoslovaquia: sólo la oquedad retórica de quienes siguen explotando en provecho propio la plusvalía política acumulada durante décadas por gentes como Manuel Azcárate puede ignorar el veredicto de la historia. Y es también verdad que el sueño de la razón engendró monstruos al tratar de implantar los ideales emancipatorios y universalistas de la Ilustración por vías revolucionarias; buena parte de los comunistas que tomaron esos atajos deslumbrados por el espejismo de Octubre de 1917 no se proponían, sin embargo, crear el Gulag, o cuando menos pensaban -en términos tan dramáticos como falsos- que la violencia es la partera de la historia (como sostenía Engels) y que la inevitable dieta carnívora del Saturno revolucionario incluía como plato principal a sus propios hijos.

También Manuel Azcárate llegó a la conclusión de que esos supuestos atajos hacia la felicidad secular habían sido callejones sin salida o -todavía peor- caminos hacia el infierno. Las críticas por el tardío desencanto con la Unión Soviética de los viejos comunistas suelen ser la especialidad de algunos pobres diablos (sirva de ejemplo el hermano tonto y envidioso de Jorge Semprún) empeñados en demostrar a la humanidad que ingresaron en el PC por motivaciones sublimes, que lo abandonaron por razones igualmente elevadas y que el momento de su marcha marca irreversiblemente el punto de no retorno para sus antiguos camaradas. En cualquier caso, Manuel Azcárate no sólo no obtuvo ningún beneficio de su militancia en el PCE (a diferencia de la nomenklatura burocrática que mandó en la Unión Soviética con el carné del PCUS y que sigue hoy en el poder bajo las banderas del liberalismo), sino

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Viene de la página anterior que se jugó la vida, pasó privaciones y vivió en el exilio: la división internacional del trabajo, o, mejor dicho, la división del trabajo dentro de la Internacional, asignó a los comunistas españoles las duras tareas de librar y perder una sangrienta guerra civil, de combatir contra los nazis en el maquis francés y de jugarse la vida (por millares) o la libertad (en las cárceles) para tratar de derribar a Franco. Si en 1998 la demagogia de Anguita y sus amigos no tiene otra función que dividir electoralmente a la izquierda en beneficio de la derecha, gentes como Azcárate, que se afiliaron al PCE en los años treinta para enfrentarse al fascismo, difícilmente podían prever los efectos perversos y las consecuencias indeseadas de su generosa apuesta.

Algunos políticos nacidos con la transición o en los últimos años del franquismo, que han ocupado parcelas de poder y luego las han perdido en las urnas o en los tribunales, reprochan a veces a los votantes o a los jueces su ingratitud, presentándose ante la opinión pública como acreedores de una sociedad que, sin embargo, les ha situado en posiciones excepcionales de prestigio y de influencia. La normalidad democrática, así pues, no sólo les ha permitido realizar su vocación, sino que, además, les ha brindado la oportunidad de transformarla en una profesión. Pero si estos deudores se ven a sí mismos como acreedores, a Manuel Azcárate, que no obtuvo de su compromiso político más que sinsabores, sufrimientos y derrotas, jamás se le pasó por la cabeza esa degradación utilitaria de la militancia. Tal vez los políticos que se lamentan de la ingratitud de la democracia con sus personas podrían aprender de los recuerdos de un derrotado que nunca pasó factura por sus contribuciones a la devolución de la libertad a los españoles y que siempre conservó las esperanzas en un futuro mejor. En junio de 1941, Jesús Monzón y Carmen de Pedro le encomiendan a Manuel Azcárate la misión de pasar a la zona de Francia ocupada por los alemanes para organizar al Partido Comunista de España y emprender la resistencia armada contra los nazis. "Mi primera reacción es de orgullo desbordante: como si de pronto me ofreciesen ser ministro". Porque Manuel Azcárate sabía que la vocación política no guarda relación con las recompensas materiales o de vanidad que ofrece la política como profesión a sus usufructuarios.

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