Hablo, luego pacto
Lo diré desde el principio: hablar es pactar. Para que dos personas puedan comunicarse es necesario que compartan un código de signos que les permita componer y descifrar mensajes, que les permita entenderse mutuamente. Pues bien, tal código común no brota del generoso caudal genético de la especie humana ni resulta de la donación de un dios letrado y romancero, no disfruta de la perfección de los códigos biológicos ni de la pureza de los accesorios sagrados. La lengua es una convención de sonidos y significados por lo cual los hablantes, de un instante y un lugar determinado, consiguen comprenderse unos a otros. Un convenio, flexible, fortuito y adaptable como son todos los convenios. Lo dicho sirve lo mismo para dos interlocutores que para una gran comunidad de hablantes; en uno y otro caso, los signos verbales que permiten la comunicación son aleatorios y su valor simbólico se mantiene sólo por un acuerdo renovable entre los usuarios. Por eso, no tiene sentido defender políticamente una lengua o un idioma desde la inmovilidad o la intransigencia argumental, tal y como vemos que sucede en nuestra tierra de vez en cuando. Una lengua o un idioma, con su sentido último de cauce inagotable para el cambio y el intercambio de ideas, es verdaderamente el ejemplo más claro de todo lo contrario; el ejemplo más claro que se me ocurre de la necesidad de movilidad y de transigencia que todos tenemos para que la convivencia sea simplemente posible. Pensemos que, sin negociación y consenso social respecto de la forma y el contenido de las palabras, no habría ningún lenguaje practicable. Sin semejante negociación y consenso sólo es posible la Torre de Babel, donde, entre el barullo, el griterío y el traqueteo, todos intentan imponerse, fonética y semánticamente, a todos los demás. En Babel las lenguas no se negocian, se defienden y, así, cualquier conversación se agota sin producirse. Un árbol existe porque lo dispone la naturaleza, pero la palabra por la que lo reconocemos, la locución "árbol", sólo existe porque muchos nos hemos comprometido a utilizarla y, si no fuera ese compromiso (previamente propuesto, negociado y pactado por los hablantes), nadie la habría oído pronunciar. Nunca habría existido semejante término por más árboles que poblaran nuestra visión. Sin un lenguaje colectivo y generalmente compartido ningún pueblo podría constituirse como tal, por esto digo que el pacto por el que se compone y se transforma un idioma constituye el primer contrato social de cualquier comunidad política. Lo primero que nuestros ancestrales padres debieron estipular y concertar fue, sin duda, la forma y el significado de las palabras, el nombre de todas las cosas y de todas las acciones, de otro modo no habrían podido reunirse más de dos ni siquiera para encender el fuego. Por eso, me parece lógico también considerar que para cualquier pueblo su lenguaje o su lengua constituye una de sus señas de identidad más valiosas, sentidas y transcendentales. Desde luego, así ocurre con el pueblo valenciano y con su idioma. A este respecto y dado que no se puede hablar con quien no quiere, no comprendo cómo consiguen comunicarse quienes, por un motivo u otro, declaran públicamente que han decidido no negociar el código de signos (las palabras, el idioma) que comparten con sus semejantes, o negociarlo sólo con aquella parte de sus semejantes que les resulten más simpáticos o más agraciados. No comprendo las razones que animan a los que prefieren no pactar, aunque sea a costa de no hablar, o, al menos, a costa de no hablar con la mitad de sus vecinos. Si los valencianos no pactásemos una lengua común y propia, significaría, en términos políticos, tanto como no tener una lengua común y propia, tanto como carecer de ese primer contrato social al que me he referido. Si dos personas no se ponen de acuerdo sobre la lengua que deben utilizar para hablarse es evidente que no se hablan, o, como mínimo, no se entienden. Pues por lo mismo, si un pueblo no pacta la existencia y el contenido de su lengua propia, tampoco habla, o por lo menos no habla con una lengua a la que pueda llamar suya. Sin pacto lingüístico, sin Constitución lingüística, ¿cómo podríamos hablar los unos con los otros?, ¿en castellano? Por otra parte, tampoco comprendo que haya quien anteponga políticamente sus principios científicos a la voluntad diferencial o constitutiva de un pueblo. El siglo XX europeo nos ha demostrado suficientemente que la razón científica muchas veces no es la razón democrática. Más aún, no comprendo que haya quien acepte, desde la ciencia histórica, que la historia oficial celebre el 9 de octubre como fiesta patria, ignorando el sentido racial e integrista que tal jornada guerrera pudo contener en 1238, y, sin embargo, no conceda este tipo de flexibilidad científica a la configuración política de nuestra lengua oficial. No comprendo por qué nuestro pueblo tiene que ser el único en someter la denominación y contenido de sus señas de identidad (típica convención política) a la exactitud de la erudición moderna (¿qué dirían en Canarias si al archipiélago se le impidiese pertenecer a la Unión Europea porque la geografía lo sitúa en la costa africana?, por poner sólo un ejemplo). En definitiva, en mi opinión, el pacto lingüístico promovido por Zaplana, adoptado por el Consejo Valenciano de Cultura y que próximamente será ratificado por las Cortes, tiene todos los ingredientes para ser considerado uno de los elementos constitutivos de nuestra Comunidad, una de sus primeras causas para constituirse. Una comunidad política, capaz de pactar para su uso particular una lengua propia y característica, común de todos sus ciudadanos, es una comunidad madura y segura de su voluntad de ser, competente para organizarse por ella misma y decidida a protagonizar y determinar su futuro personal. Una comunidad hecha por el tipo de ciudadanos que componen los pueblos de los que se forman las naciones. Estoy seguro de que cada día, cada hora y cada instante que hablamos en valenciano, pactamos el valenciano y ahora espero que el pacto del valenciano sirva también para hablar más en valenciano, para seguir negociando y construyendo. Como hubieran dicho los centristas de nuestra transición, creo que el llamado pacto lingüístico simplemente hace normal para la política lo que ya era normal para la calle. Yo hablo, luego pacto ¿Y usted?, ¿habla?.
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