El certero inventario de la ficción
Cada mañana, Manuel Vicent se asoma por los vestigios islámicos de Dénia y le da una mano de barniz de almáciga al Mediterráneo, justo hasta la altura del horizonte: por debajo, está el fondo empedrado de callosidades, ombligos y fluidos humanos recalentados en el potaje del crimen que le disputan las basuras industriales a los cruceros de lujo y a la flota que enfunda su armamento en el sonido de Glenn Miller. Ahora ya no queda ni un rey tan ingenuo y escénico como aquel Jerjes que mandó a sus guerreros que flagelaran las olas del mar. Ahora cualquier ejecutivo de marca, cualquier comodoro de la OTAN y cualquier turista con la mochila forrada de ketchup y pollo frío vierten sus íntimas miserias en las profundidades, donde se macera toda la carne emigrada del Sur. Como la voracidad de esta calaña se recita en los pliegos de cordel de todo a cien y sus efectos devastadores excavan una fosa común de metafísica y pastores, de dromedarios que despachan la mensajería del amor, de pilotos y cúpulas de obsidiana, de teoremas y bajeles que se inflan como globos en su travesía hasta la luna, de corsarios y doctores en el arte de la levitación, Manuel Vicent para preservar tanta ficción, cada mañana, le da una mano de barniz de almáciga al Mediterráneo, se hace un arroz a banda con sus amigos pescadores y fondea a barlovento del Cabo de la Nau, para echarle un vistazo a los limones traslúcidos de Creta y a las flores fosilizadas de la arqueología hippy de Ibiza. Cuando lo embotellen en Claudio Coello, a unos pasos de su galería, en el escape de los automóviles percibirá el aroma salobre del lebeche y un Mediterráneo, fuera de temporada, con las divinidades, los sofistas y los profetas restaurados. Columna a columna, Manuel Vicent está levantando un templo pagano, con ese lenguaje cegador de su magia narrativa, que le imputa Eduardo Haro Tecglen. Manuel Vicent Recatalà, según los registros y los diccionarios, nació en la Vilavella de Castellón, en marzo de 1936; su padre era hombre de porte distinguido y de severos principios religiosos; una fuente de conspiraciones, de sables en la piedra de asperón, de dragones en vuelo apresurado por el firmamento, de generales que invocaban la patria para desollar obreros y poetas, en aquella gran carnicería del alzamiento nacional. Sin embargo, se dice que el mar lo depositó en una playa, como a tantas vírgenes y santas talladas a gubia y formón, pero con la apariencia de un carnero con la cabeza impúdica y barba de sacerdote babilonio. Convencido de que la teología estaba así en la tierra como en sus frutos, abandonó el Seminario, se licenció en Derecho por la Universidad de Valencia, donde también estudió Filolosofía, y se fue a Madrid a hacerse periodista. "Huí del olor de cebolla y ahora es mi fundamento", le dijo en una entrevista a Miquel Alberola recientemente. Cuando la editorial Alfaguara puso en circulación la avanzadilla de La Novela Popular, mediados los sesenta, Manuel Vicent publicó El resuello. Por entonces, había llegado a las finales del Planeta, del Sésamo y del Café Gijón, y escribía, irónico, fisgón y hedonista, en Hermano lobo y un Triunfo que daba gloria, hasta en su obligado silencio. En 1966, se llevó el Premio Alfaguara con Pascua y naranjas y veintiún años después su Balada de Caín ganó el Nadal y unos abrazos de Camilo José Cela y Jordi Pujol; qué de honores. Además de otras novelas y libros de ensayo y artículos periodísticos, realizó una serie de retratos a figuras de la transición, en el dominical de EL PAÍS: sus espléndidos Daguerrotipos; y unas entrevistas que se recogen en Inventario de otoño, de las que Juan Cueto comentó que "eran el arte de la comunicación imaginaria, el colmo del simulacro, la quintaesencia de la narrativa". Por la galería El Coleccionista que dirige Mapi, su mujer, han pasado y pasan, a exponer y conversar, plásticos del país: Manolo Hernández Mompó, Juan Genovés, Arcadio Blasco, Salvador Soria, Miquel Navarro, Pepe Vento, Manolo Valdés. Desde una mecedora blanca, Manuel Vicent redactó su inventario de fe: no desear nada sino amigos y ensalada de apios. Y qué inventario, qué amigos, qué ensalada para todos.
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