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B., cortejado por la fama

En ocasión pasada me pidió Juan Cruz que recibiera a un joven periodista mendocino (de Mendoza, Argentina), quien vino en efecto a verme, interesado por saber acerca de mis años de residencia en Buenos Aires a partir del 39. Juan le había hablado de que mi amistad con Julio Cortázar databa de una fecha en que Julio Cortázar era todavía un muchacho prácticamente desconocido en la vida literaria porteña, y de cómo y por qué golpe de azar, o más bien en qué circunstancias particulares, lo introduje yo en ella. Con el paso del tiempo, los detalles de la historia se borran (cuando menos -lo que viene a ser peor-, se desdibujan y confunden), y para el periodista mendocino que en estas postrimerías del siglo XX me visitaba en Madrid, los contornos y perfiles de aquella época tan señalada, de las figuras que la poblaron, se hacían al parecer vagos e inciertos, y tanto más por aparecérsele envueltos en una atmósfera brillante. Quiso él conocer detalles de mi amistad con los escritores argentinos de aquel tiempo, y en el curso de nuestra conversación, que fue agradable para ambos interlocutores pero apenas digna de puntual reproducción, me hizo una pregunta que ésta sí merece ser considerada. "Usted, que fue amigo de Borges desde la juventud -me dijo- y que siguió siéndolo luego a lo largo de toda la vida, ¿en qué medida la popularidad, la súbita y universal aclamación que cayó sobre sus hombros, pudo afectarle, o cómo ese éxito pudo cambiar su actitud frente al mundo?".

Esta curiosidad de mi visitante me pareció digna de algunas reflexiones. Le contesté por lo pronto que la personalidad y carácter de mi amigo Jorge Luis no hubieran podido quedar afectados ni, menos aún, sufrir cambio alguno a efecto de las circunstancias mencionadas; y nada más. Pero me quedé pensando en todo lo mucho que acaso hay detrás de la pregunta misma.

Borges murió en plena glorificación, y ahora ha pasado a ser ya una figura prócer, aunque no en el género de las que él admiraba tanto. De cualquier modo, ha pasado a la historia. Ha entrado ya en la posteridad, y ésta, la posteridad, es el momento de las estatuas, la sazón de las placas de bronce, de las citas tópicas, de los gestos de veneración ciega, de las genuflexiones. Aquel que fuera una criatura humana -el prócer de las letras, si no de las armas- es ahora un nombre en labios de todos, una figura simplificada y fija, una efigie, el estereotipo que todos reconocen. En tal sentido, bien cabe decir que la vida de Borges fue un gran éxito, y su muerte, la última perfección de ese éxito. Pero nunca faltarán quienes, como mi visitante mendocino, deseen averiguar cómo fue durante el curso de su existencia terrenal el ser humano al que ahora aluden -y ocultan- los rasgos de su convencional imagen pública. ¿Cómo vivió los pasos que le condujeron al éxito definitivo? ¿Disfrutó el aura de la popularidad? Más aún: ¿persiguió él mismo los honores que le fueron concedidos? ¿Buscó el aplauso público? ¿De qué manera usó la cuota de poder social implícita en la popularidad alcanzada?

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Hace ya veintitantos años, se me ocurrió tomar pretexto en algún texto de Plinio el Joven donde se le veía cortejando a la fama, para discurrir acerca del tema. Plinio pedía a sus amigos, a Máximo, a Tácito, que se ocuparan de él en sus escritos, y les confesaba sentirse ufano de que su nombre fuera conocido. Mis apreciaciones de entonces serían de aplicación al caso presente, y a todos los casos.

Pero no todos los casos son iguales. Ansiosos de publicidad, muchos son hoy también los literatos que, como Plinio en su siglo, se afanan por alcanzar, si no la inmortalidad romana, sí al menos una efímera notoriedad periodística. Sin duda se trata de escritores quizá muy diestros y brillantes, para quienes la escritura es ante todo el instrumento de su promoción social, de igual manera que suelen serlo las respectivas profesiones para el militar, el médico, el abogado, el financiero o el industrial, cuyo ejercicio placentero debe conducirles al éxito perseguido. Pero hay también el tipo de poeta, de artista, la meta de cuya actividad se encuentra en la actividad misma, venga o no acompañada -¡tanto mejor si al final lo está!- de un reconocimiento popular. A decir verdad, normal y hasta natural parece lo primero: el trabajar por el aplauso social. Recordemos a Unamuno repitiendo que, según el catecismo, "Dios creó el mundo para hacerse célebre"; y si ello es así, hallaremos plausible la modesta aspiración de cualquier mínimo Plinio en su empeño por hacerse un nombre famoso. Con todo -insisto-, no todos los casos son iguales, ni todo cuanto la gente hace en su vida lo hace con el propósito de criar fama. La celebridad es elemento adventicio, externo al sujeto mismo (y el Dios de Unamuno bien hubiera podido, renunciando a la celebridad, dejar al mundo en su inexistencia, y permanecer incógnito él mismo en su divino anonimato); pues la fama es algo que sobreviene; que puede ser aleatorio, tal vez indeseable para el sujeto sobre quien recae; y se dan también -no lo olvidemos- los casos notables de mala fama. Tampoco faltará el del impostor que recibe reconocimiento por cuenta de obras ajenas (acaso el Diablo pudiera pretender haber sido él quien creó el mundo, alegando los pésimos resultados de la empresa); aún más: en nuestros días se ha hecho bastante común el fenómeno de una fama carente de todo fundamento, pues tanto abundan los personajes famosos de quienes nadie sabría decir por qué lo sean. En suma, la aureola de la popularidad viene a ser casi un accidente, revestimiento externo al individuo que ha de asumirla (háyala procurado o no, guste o no de ella). La curiosidad de mi visitante argentino acerca de cómo Borges asumió la suya tiene, pues, pleno sentido, y yo quisiera, en cuanto alcanza mi conocimiento del que fue amigo mío, proporcionar a aquél en un par de notas alguna satisfacción; es decir, ampliar un poco la respuesta que perentoriamente le diera en su momento.

Creo estar seguro de que Jorge Luis acogió el advenimiento de una tardía popularidad mundial con aquel gesto tan suyo de fingida e irónica sorpresa que la siempre incierta realidad solía inspirarle. Yo pude observar a mi amigo envuelto en una verdadera apoteosis (en más de una oportunidad he hecho el relato de su paso por la Universidad de Chicago), y lo he visto manejar la situación con aplomo y digna distancia, cual si en el fondo le fuese ajena y hasta incluso un tanto onerosa, mientras acaso le estaría remordiendo alguna pesadumbre doméstica. Por otra parte, es anécdota bastante amena una de su inicial promoción en Francia, cuando Gallimard hubo decidido incluir su obra en la colección La croix du Sud, destinada a ofrecer al lector alguna muestra de la exótica literatura hispanoamericana. Los editores organizaron una gran recepción en sus salones para "lanzar" desde París a su nueva estrella -primer paso hacia una fulminante proyección al firmamento de los Estados Unidos y al resto del planeta-. En tal ocasión, el flamante autor sudamericano Jorge Luis Borges, acosado durante la fiesta por los ávidos admiradores de novelería, se divirtió presentándoles con burlón talante, una vez y otra, a Roger Caillois bajo el título de "mi descubridor". Este Caillois, alto funcionario internacional y orondo miembro de la Académie en la Francia ya liberada, era, irreconociblemente, aquel muchachete flaco y no muy limpio que, prófugo del servicio militar, tan buena acogida tuviera en los círculos literarios porteños durante los años cuarenta... Ahora descubría a Borges ante los ojos maravillados y medio escépticos de una Europa blasée. Pero un escenario con el increíble Caillois al fondo daría pie para otras diversas historias; y, ciertamente, la curiosidad de mi visitante el periodista mendocino encontraría mucho en qué emplearse si se animara a investigar por extenso las relaciones literarias en el Buenos Aires de aquel decenio tan señalado.

Francisco Ayala es escritor.

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