Una teoría del ocio en Barcelona GUILLEM MARTÍNEZ
Atracciones de feria. Paseo de Sant Joan. Música chumba-chumba. Hace tanto ruido que la cosa parece una fábrica farmacéutica en Sudán el día que en Washington declara por segunda vez Mónica Lewinsky. En los autochoques hay pollos intentando estrellar su coche contra el coche de una chica, algo que incomprensiblemente, snif, sólo es legal en ese recinto. Los hay muy virtuosos. Pueden conducir el coche con una mano, fumar, escupir por el colmillo y enseñar los 36 dientes cuando se presentan a una chica como lo haría -crash- un yummie. Los chicos que han agotado sus fichas gastan odio social al lado de la pista. Cuando pasa una señorita, abandonan el odio social y se les ponen ojos de The incredible teenager with X-Ray vision. Tómbolas. Los señores de las tómbolas exhiben un palique con tantos efectos especiales que la impresión es que, si en verdad lo quisieran, te quedarías con todos los boletos, y ellos, con tu novia. Si el Barça hubiera confiado la negociación de los hermanos De Boer a un tombolero de éstos, esta mañana a primera hora los hermanos De Boer ya estarían acabando su carrera deportiva en el Up & Down. Máquinas tragaperras. Hay aparatos en las que metes 20 duros y puedes ganar un osito. La feria está llena de novias abrazadas a un osito que ya tiene nombre. El novio camina al lado de la novia y el osito. Mete cara de no-es-nada-monada. Es la cara del vecino de Orce cuando cazaba un bisonte, de lo que se desprende que los ositos son los modernos bisontes. Bueno. Hay quien cree que esto de la feria es una anécdota visual dentro de las fiestas de Gràcia. Pero posiblemente es el inicio de todo. No se vayan que se lo explico. En el siglo pasado también existía la feria. Era una feria como la de ahora. Es decir, con objetos y atracciones para conocer a tu novia o para conseguir un osito/bisonte para tu novia. Los barceloneses y los graciencs iban a la feria, además, atraídos por otros servicios, como el servicio de bar. Eran legendarias las zarzaparrillas y las americanas que se servían en la feria. Las americanas eran unos brebajes elaborados con jarabe, horchata y anís. Las únicas noticias que nos han llegado de ambos combinados es que tenían sabor a coca-cola, una prueba de que la historia de la humanidad es un lento proceso hacia la dilucidación de la coca-cola. Pero lo más importante de la feria de Gràcia era su localización. Estaba en los actuales Jardinets, al principio del paseo de Gràcia. Entre Barcelona y Gràcia sólo había prácticamente ese paseo, un camino urbanizado que comunicaba los dos núcleos de población a través de campos y descampados. El paisaje resultante tenía que ser bello, pues el nombre de la última calle de Gràcia, la calle desde la que se contemplaba Barcelona y el desierto que la separaba de Gràcia se llamaba, y se llama, Bonavista. No era casualidad que la feria estuviese allí. El paseo de Gràcia era, desde la década de los treinta del siglo pasado, un centro de ocio barcelonés. Era un centro de ocio y un paseo por el que, por otra parte y en esa década, sucedió una cosa extraña y fabulosa: entró una nueva sensibilidad. Entró en plena guerra civil, una guerra en la que los barceloneses decidieron no ser carlistas, sino abrir un gran proceso de liberalismo cada vez más radical. Los barceloneses de aquella época llamaron a esa nueva sensibilidad romanticismo. Nosotros podemos llamarla cultura de masas o el palabro que ustedes consideren más acertado para dibujarnos. En todo caso, los barceloneses de antes de esa época y ese paseo no eran como nosotros. Cambiaron paseando y disfrutando de una cosa llamada ocio, que en Gràcia se practica una semana al año. El ocio en el paseo de Gràcia consistía en invertir el tiempo libre en adquirir sensaciones -nosotros nos parecemos a aquellos barceloneses en que seguimos teniendo sed de sensaciones-. Las sensaciones las adquirían en diversos negocios que fueron apareciendo en el paseo de Gràcia. Negocios novedosos, como un museo de cera -se sabe que ahí se podía ver cómo Otelo estrangulaba a su chica, una gran sensación-, una montaña rusa -la primera de Barcelona- en la que los barceloneses descubrieron el vértigo, y cabañas de vistas. Las vistas eran unos entoldados circulares, en los que se proyectaba una imagen fotográfica en una pantalla de 360º. Esas vistan eran paisajes, batallas o accidentes. Es decir, actualidad. Es decir, sensaciones sobre la actualidad. Una gran sensación que también difundió muchas sensaciones era un jardín oriental, también en el paseo de Gràcia, en el que los barceloneses podían viajar a Cipango y obtener la sensación de que su pueblo no era el centro del mundo. En ese jardín, por lo visto, los barceloneses practicaron su gran afición del siglo pasado: la ópera. Eran óperas italianas. En aquella época, Barcelona vibraba no sólo por la ópera italiana, sino por las ideas; es decir, las sensaciones, que se difundían desde la Italia revolucionaria y aún en formación. La pasión operístico-italiana era tan grande que dar clases de italiano se convirtió en una profesión cargada de futuro. En determinados ambientes, el italiano estaba tan presente que se podría hablar de Barcelona como de una ciudad trilingüe. Quizá las decoraciones de las calles de Gràcia nacieron como un intento de imitar ese exótico paseo de Gràcia, rico en sensaciones. Si eso es así, estas fiestas que finalizan hoy son un recuerdo de una Barcelona inquieta, progresista, que vivía el ocio como parte de su formación, que estaba sedienta de nuevas sensaciones y que apostó por grandes cambios políticos y de sensibilidad para garantizarse que las sensaciones nunca acabarían. Un pueblo que, al menos en aquella época, decidió ser una gran ciudad.
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