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Lejos del paraíso

Los folletos de las agencias de viaje no mienten porque son mudos. Pero quien quiera encontrar en la playa un paraíso en el que sólo se escuchen las olas lo tiene difícil. Puede uno huir de las carreteras, meter el coche por caminos que ni las cabras gustarían de atravesar, desollarse las plantas de los pies en una larga caminata bajo el sol, arriesgarse a caer por un acantilado, pero cuando llega a la calita soñada encontrará de todo menos silencio. De nuestras playas hace mucho que desaparecieron las radios a transistores que los horteras impusieron en los años del desarrollismo. La llegada de ese prodigioso generador de autistas llamado walkman ha supuesto todo un avance. Que suene un teléfono móvil en la playa es algo que no sorprende a nadie, acostumbrados como estamos ya a sus interrupciones en cines y restaurantes. Incluso se agradece que haya algunos que se limiten a sonar como un teléfono, pues los hay que aúllan como ambulancias o que, enloquecidos, anuncian las llamadas con la obertura de Guillermo Tell o la música de "La cucaracha". Lo peor es el fragor de motores de explosión que llega hasta las más escondidas playas, por mucho que uno se haya alejado de las concurridas carreteras y estuviera a punto de dejarse los sesos en el fondo de un acantilado. En verano, nuestras orillas parecen autopistas: las motos acuáticas y los fuerabordas son ya una plaga. La popularización de estos ingenios ha logrado que no haya un trozo de litoral en silencio. Otros artefactos igualmente dañinos y populares, los todoterreno y las motos de trial, han conseguido que sea imposible dar con un paraje del interior en el que se pueda oír a los pájaros sin escuchar también el petardeo de un motor de explosión. Cada año, el ingenio humano crea nuevos artilugios con los que dar el coñazo. El más estúpido lo vi la pasada primavera en el paseo marítimo de mi pueblo: un guiri con sonrisa de bobo rompía el silencio de la puesta de sol corriendo a toda pastilla montado sobre un patinete al que había acoplado un motor no muy potente pero sí bien ruidoso. Pero el estruendo no sólo viene de la tierra y del mar. Cada día son más los locos cacharros que cruzan los cielos. Hay unas extrañas motos voladoras que se mantienen en el aire colgadas de unos chillones paracaídas cuadrados que compiten en presencia con las avionetas que arrastran pancartas publicitarias que anuncian increíbles rebajas, lujosos apartamentos, corridas de toros o recitales de alguno de esos otoñales cantantes de cuyas vidas sólo sabemos en verano. Desde que Miguel Boyer no pasa todo el verano en la Costa del Sol, José María Ruiz Mateos dejó de reivindicar la propiedad de Rumasa y de atacar al ex-ministro de Hacienda en las pancartas volantes y los anuncios son ahora bastante más aburridos. El que vaya a buscar bulla a la orilla del mar no tiene de qué quejarse. Al resto no le queda más remedio que aguantarse. Algún día habrá que reivindicar pequeños guetos, rincones de playa en los que poder leer, mirar el mar y tomar el sol sin sobresaltos. Algo que cada día resulta más difícil.

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