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Perturbación veraniega

JAVIER UGARTE El verano, o más bien las vacaciones, son para la mayoría no más que una perturbación en sus vidas. Fueron, sí, otra cosa. Y seguramente lo serán. Pero, hoy por hoy, no hacen sino romper el hilo de unas existencias más o menos auténticas -y fatigadas- el resto del año. El veraneante se enajena de la vida -por decirlo así- durante unos días blancos, un paréntesis de consumo y fingimiento. Luego, con el otoño, todo se disipará y olvidará como si fueran experiencias de una vida ajena. Lo pensaba mientras leía Todas las almas de Marías (del que debo reponerme, lo admito, con lecturas más crudas, e, incluso, realizando largas caminatas; y discúlpenme el desliz autobiográfico, sobre lo que acostumbro a mentir). Decía Marías que su estancia en Oxford (la real o la ficticia) estaba destinada a no ser nada en el conjunto de su vida, a no guardar memoria de ese tiempo y a que todo lo allí iniciado se extinguiera a plazo, fuera irremisiblemente sepultado. Estaba destinada, decía, a no ser sino una perturbación en su existencia. Algo de esto ocurre con el veraneante hoy. Llevado por la presión ambiental, los operadores de viajes y los suplementos gráficos de prensa (reportajes a lo Livingstone con espléndidas postales, o "cómodas" rutas familiares), se disfraza de tal, es decir, de veraneante (pantalón corto, riñonera y visera; o bien, botas y sahariana), y se pierde en una estación de verano o se lanza a la aventura. Al cabo de quince días o un mes se reincorpora a su vida diaria con una gran resaca y sin que ese tiempo pretendidamente disfrutado haya dejado poso alguno en su vida. Esos inmensos y solitarios bosques que atraviesa, las lagunas de agua fresca y estimulante o el salitre que cubre y reseca su piel; las cervezas tomadas, los hombres en la taberna, los amigos en la playa o la mujer en la fonda perdida, no son vivencias que prolonguen con nuevos matices su existencia, que le ayuden a salir del simple acontecimiento para adentrase en la densidad de las cosas y las gentes; no son tentativas cuyo recuerdo le acompañará en adelante. No. Sabe que todo eso desaparecerá sin remedio y que apenas si lo recordará de verdad en el otoño. La agitada programación, la cesura entre un tiempo y otro, le impiden durante esos días blancos sentir que las cosas vivas se vuelven más vivas y más feas las que siempre ha rechazado. Ya no se dan -ni pueden darse- aquellas vacaciones antiguas de gente acomodada que Visconti debió conocer bien, con niños, tías y doncellas sin número en la playa o la sierra. Eran las vacaciones de gente acostumbrada a no hacer apenas nada el resto del año, vacaciones promiscuas y sensuales en las que más de un chaval se iniciaba en los juegos del amor. O esas otras que Truman Capote pasaba en el Sur al modo en que Harper Lee lo describe en Matar un ruiseñor, protegidos por Atticus Finch, llenos de curiosidad, corriendo aventuras con los chicos entre árboles, ríos y personajes curiosos. Ni las sosegadas estancias entre amigos de clase media que Pavese describe en La playa, o esos luminosos y sensuales estíos rurales (maizales y romería) de sus Fiestas de agosto. No; eso ya es imposible. Tampoco las que hace bien poco se disfrutaban aquí, no tan distintas de las señaladas arriba. O esas que podía pasar uno en las ciudades de invierno, casi vacías con el verano: días tranquilos con desayuno en terrazas desiertas, calles recorridas sin agobios a la fresca de la tarde, disfrutando de los lugares habituales ahora expeditos. Ya no puede hacerse eso, pues los lugares habituales también cierran por vacaciones. En todos ellos se prolongaba la vida, a veces suavemente, siempre con nuevos matices, para obtener del verano todo lo que tiene de fiesta de los sentidos y de la naturaleza. Pero ya no. Hoy las vacaciones son para la mayoría un paréntesis blanco que se olvidará; tan sólo una perturbación en la fatigada rueda de la vida que se reanuda débil, muy débil y trabajosamente, en septiembre.

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