_
_
_
_
Tribuna:RELATOS DE VERANO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

'Fábula de un hombre'

Lorenzo Lara era el encargado de limpiar la galería de los simios, desde la jaula de Fifí La Chimpancé hasta la suite del Homo Sa-piens, pasando por la siempre peligrosa aventura de recoger en una pala las rocas de caca de Cuco el Orangután. Había nacido en Ciudad del Carmen, Campeche, pero muy joven había viajado a Santa Fe en busca de fortuna, contratado como maromero en un circo de pulgas, "todo para acabar lim-piándoles el trasero a los monos", le dijo a José la noche que le contó la historia del interminable naufragio que había sido su vida. Luego de tres décadas en el zoológico, compartía un cuartucho de azotea con Pariente, un gato vagabundo que había perdido el ojo derecho en un duelo de amor. Nada más. Nadie más. A pesar de los pesares, tanta mala pata no fue suficiente para impedir que a los cincuenta años de edad siguiera siendo un hombre bueno. Lorenzo conoció a José el primer día de exposición, cuando fue a barrer la suite del Homo Sapiens, apenas una hora antes de que se abrieran las puertas del Zoológico. El cubano estaba en cuclillas, con el rostro escondido entre las manos. Cuco se balanceaba en la argolla del colum-pio. -Los hombres y los animales nos acostumbramos rápido a la desgracia -dijo el campechano: -¿Verdad, Cuco? Fíjate en la ardilla Lelé. O en Fifí, la chimpancé que vive a cuatro puertas. Ellos saben. ¿Conoces a Aníbal el León, a Rodolfo el elefante, a la cebra Monique? Supe que un restaurante italiano te va a alimentar de por vida. Está bien. Algo es algo. Ya te buscarán pareja para que cojas en luna llena.

Resumen de lo publicado: José González y González, un cubano de 33 años, que a los 17 años se vio obligado a matar a un hombre en defensa de su amor, la Pequeña Lulú, es llevado a un zoo como ejemplar de la criatura más perfecta: el Homo Sapiens

Hay movimentos a favor y en contra de su enjaulamiento, aumenta el número de visitantes del zoo y Ofelia Vidales, una bióloga que se opuso al proyecto, comienza a sentir por José algo más que compasión.

-Pero si dejan la puerta abierta, todos se escapan -ripostó José:

-Nadie soporta vivir entre cuatro paredes...

-La libertad es el único sueño del tigre, compañero. -No me digas compañero. Hablas demasiado.

-Y solo. Me la paso hablando solo. Ha sido un placer conocerte. Si me necesitas, sabes dónde encontrarme.

-Yo no necesito a nadie. Me basto solo.

-Nadie se basta solo.

-¿Faltará mucho? -preguntó José. Lorenzo entendió la enigmática pregunta:

-Están por abrir la entrada al público. A las diez. Vienen hechos la raya. Nunca he entendido por qué corren con tanto apuro.

-¿Y qué se supone que debo hacer?

Lorenzo se apoyó en la vara de la escoba:

-Portarte como un hombre -dijo.

Al principio, el campechano y el cubano se trataron con la discreta cortesía de dos desconocidos, pero día a día fue naciendo entre ellos un afecto que los conduciría en breve a la amistad. Lorenzo comenzó a visitarlo por las noches. Jugaban al dominó, a las barajas; cantaban sones de Yucatán, guarachas de doble sentido. Le traía en una cantina comida casera porque el prisionero estaba hasta la cocoronilla de los ñoquis parmentier.

-¿No te han dicho que soy un asesino?

-dijo José la primera noche que Lorenzo pasó a verlo, dos meses después de su llegada al Zoo.

-Algo me dijeron, pero no les creí. Será que nunca he visto a uno. Pensé que te haría bien la visita de un amigo. -No te pases de listo. No tengo amigos.

-Yo tampoco. En eso nos parecemos. Te traje arroz con frijoles.

-¿Y si escapo? ¿No pensaste que puedo volar de esta pajarera?

Cuco, indiferente, contemplaba la escena desde la jaula vecina.

-Tú serás un asesino pero no tienes cara de loco. No te rindas.

-¿Rendirme? ¡Puedo ser libre! ¡Qué fácil! No sabes lo que es eso. Voy a dejarte encerrado en mi jaula. ¡Cuco: soy libre! Óyeme, imbécil. José arrebató a Lorenzo el aro de llaves.

-Escapar, puedes. Claro. Al menos de la pajarera. Aunque dudo que llegarás muy lejos. Desde que llegaste, el Zoo es una fortaleza. Yo pierdo mi trabajo pero tú pierdes más. Sería mal negocio regresar a la cár-cel. Desde aquí se ven las estrellas.

- ¡Ay, mi madre! -dijo José. Le salió del alma.

Cuco alargó el brazo y robó un puñado de arroz. Lelé no intervino. Olfateaba el aire. Hacía parpadear el hocico como tecla de telégrafo.

-Odio al mono -dijo José. Cuco abrió los ojos. -Es un orangután. Equivocar las especies puede costarte caro. Llegarás a estimarlo. Es cuestión de tiempo.

-Tiempo me sobra.

-El tiempo nunca sobra: siempre falta. ¿Conoces el estanque de los patos? ¿La pradera africana? ¿Que tal si damos una vuelta?... La ardilla Lelé los siguió de rama en rama. El elefante Rodolfo decía no con la trompa: no, no, no. No que no. Los elefante siempre dicen no. En la pista del lago, un pelícano y un cisne intentaban emprender vuelo: cómo, con las alas partidas, pensó José. Un cocodrilo, una piedra, un fósil, una ruina a la orilla del pantano: Lelé le pisó el ojo. Lelé está loca. ¿Será cubana? José sintió frío. Mucho frío. Sólo en el asombro encontraba un poco de calor. Aníbal el León dormía sobre una roca. La cebra Monique se rascaba el lomo contra la cerca. La jirafa, de pie o de cera: José vio subir a Lelé por el cuello de la jirafa. A un lado del camino, según se va desde la galería de los simios hasta el estanque de los patos, en un campito seco, sin pasto, un rinoceronte embestía su sombra de luna, se pateaba, se corneaba una y otra vez. Aquel rinoceronte se odiaba. ¿Y Lorenzo Lara? ¿Qué? Lorenzo callado. Pensativo. El campechano tenía la esperanza de encontrar una buena oportunidad para contarle a José lo único que había aprendido en la vida. Para José, esa noche era la noche más noche de sus últimos quince años. Quizás la única.

-¿Sabes, compañero? Antes que yo, mi padre estuvo veinte años lim-piando jaulas en el Zoo. Era anarquista, de hueso colorado. Papá siempre decía compañero. Con él descubrí que el hombre no es sólo el único animal que ríe y que llora, como dicen las guías del Zoo. Sería tan simple.

-Billy The Kid se casó... -comenzó a rumbear José. - - Escúchame, cubano: estoy hablando... Una vez, papá me dijo algo que no he olvidado. Me dijo que el hombre es el único animal dispuesto a sufrir en lugar de otro. Eso pensaba papá. Eso pienso yo. José se tragó el guaguancó.

-Piensa, José. Piensa. El hombre es el único animal dispuesto a morir por otro, de poner el pecho a la bala que va al pecho de otro... Semejante tontería no la cometen los leones ni los camellos ni los cerdos. Pregúntale a Monique.

-¿Dónde está Lelé? -interrumpió José.

-Quién sabe, compañero.

-No me digas compañero.

-Bien. No te digo compañero. Ya está. Esa larga jornada de confe-siones, José reveló a Lorenzo una pena que se había tragado durante quince años: nunca había hecho el amor con una mujer. Estuvo cerca de los misterios del sexo aquella medianoche enredada en que había tenido que acuchillar a un hombre para salvar a la Pequeña Lulú. Una nube tapó la luna justo en el momento que el cubano iba a contar de Galo La Gata. La noche se hizo espesa. José decidió regresar. Un segundo más en libertad y hubiera echado a correr hasta La Habana. Aníbal el león, la cebra Monique, Rodolfo el elefante, se habían recogido en las covachas. El Zoo parecía un reino abandonado. Sólo el rinoceronte seguía corriendo por el prado reseco, incansable, perseguido ahora por una banda de murciélagos. Su pesado trote levantaba embudos de polvo. La tierra retumbaba. Lorenzo dejó que José se adelantara. ¿Qué decirle? El campechano era un hombre común. "Animal de manada", le gustaba decir. Ningún amigo le había pedido consejo en la vida. Jamás lo necesitaron: "Soy bueno para nada". Tenía ganas de ayudar a ese cubano, de sentirse útil. Pero ¿cómo? ¡Qué pregunta tan difícil! Cuando llegó a la jaula, el cubano leía "La importancia de llamarse Ernesto".

-Se rompió el lavamanos -dijo José sin levantar la vista. -Mañana. Mañana lo arreglo

-prometió Lorenzo el cerrar la reja de entrada con tres vueltas de llave. Y se marchó.

El barrio estaba en calma; el cuarto, sin hacer. Pariente dormía en el centro de la cama. El vecino de los bajos oía un tema de Mecano. Lorenzo buscó un retrato de su padre. En la foto, el anarquista apunta a cámara con una escoba. Hace malabares sobre una barca de madera, rodeado de pelícanos. Al pie, una dedicatoria ma-nuscrita: "Hijito, no olvides que el cielo puede ser tomado por asalto".

Toda la noche, gota a gota, José soñó que había una gata en la ventana.

Mañana, cuarto capítulo

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_