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Reportaje:

La Cataluña despoblada que busca turistas

La carretera N-260, llamada también Eje Pirenaico, se estrecha caprichosamente en el kilómetro 293, como si quisiera hacerle un guiño de complicidad al automovilista que acaba de atravesar los túneles que evitan los mareos del desfiladero de Collegats y le invitara a detener su marcha en Gerri de la Sal, un pequeño pueblo que ha perdido peso específico desde que la emigración de los años sesenta y la mecanización de los oficios artesanales obligaron a cerrar sus ricas salinas por falta de rentabilidad. Cuando la comarca estaba aislada debido a las malas comunicaciones y en las casas no había neveras, la sal era un producto básico para la conservación de muchos alimentos y su elaboración fue durante siglos un negocio próspero del que dependía la mayoría de sus vecinos. Gerri de la Sal es la puerta de entrada al Pallars Sobirà, sin duda la comarca más despoblada de Cataluña: cuatro habitantes por kilómetro cuadrado. Como la mayor parte de las comarcas de montaña, ha sufrido en la segunda mitad de este siglo una fuerte recesión demográfica, pero a pesar de ello sus habitantes han sido capaces de obrar el milagro de convertir el agua en riqueza: han pasado de una economía de subsistencia basada en la ganadería a vivir del turismo, algo impensable hace una década. El esquí en invierno y los deportes de aventura en primavera y verano se han convertido en los dos pilares sobre los que se sustenta el futuro de la comarca. La intensa actividad turística que gira alrededor de la nieve y de las embravecidas aguas del río Noguera Pallaresa ha logrado estancar la población y elevar los niveles de renta per cápita de sus habitantes. Sin embargo, Gerri de la Sal es una paradoja en medio de la realidad que se ha dibujado en la comarca. Hace 150 años llegó a tener 1.000 habitantes, pero hoy apenas tiene 100 vecinos, de los que el 70% son jubilados que dependen de los ahorros y de las pensiones que cobran. El municipio, del que forman parte 13 pueblos semidespoblados, no ha sabido sobreponerse al golpe moral que supuso el cierre de las salinas y se resigna a ver cómo pasan de largo los turistas y cómo bajan por el río los botes de rafting de las empresas de deportes de aventura que proliferan aguas arriba. Los lugareños se miran en el espejo de poblaciones vecinas como Sort, Rialp y Esterri d"Àneu, que en la última década han despegado económicamente gracias a la explotación del paisaje y de los recursos naturales, y se preguntan por qué extraños motivos se ha parado en Gerri de la Sal el reloj del progreso a pesar de sus enormes posibilidades turísticas. Ahora Gerri sólo es un pueblo de segundas residencias que en verano cuadruplica su población y que durante el resto del año se aletarga. Además del Noguera Pallaresa, que discurre plácidamente a los pies del casco urbano, los elementos más característicos de Gerri de la Sal son sus salinas y la antigua abadía benedictina, de la que sólo se conserva la iglesia románica de Santa María. Estos tres recursos, combinados con un poco de imaginación, bastarían para resucitar el esplendor de otros tiempos. Puede decirse que Gerri nació en el año 807 gracias al manantial de agua salada que brota de las entrañas de la montaña. Una fuente que, aseguran, no se ha secado nunca. La comunidad benedictina no levantó el monasterio en este lugar por casualidad, sino para explotar en régimen de monopolio la fuente de agua salada, situación que perduró hasta 1835. La explotación de las 900 salinas, que llegaron a ocupar una extensión de 80.000 metros cuadrados a ambos lados del río, constituyó la principal actividad económica de Gerri hasta principios de los años setenta. En la Edad Media, las salinas eran como una mina de oro a cielo abierto, explica Carlos Torres a los turistas durante la visitas guiadas a lo que queda de ellas. La sal, que se obtenía de forma artesanal por evaporación del agua, era de una gran calidad y se comercializaba en toda Cataluña. En 1878 fue premiada en la Exposición Universal de París. Su calidad es de insuperable pureza natural y tiene el verdadero gusto salado estimulante del apetito. No es de mar ni de mina, no amarga ni pesa en el estómago, ya que carece de potasa, metales tóxicos y sales insolubles, decía la publicidad de la época. Pero el negocio de la sal, cuya producción llegó a ser de 2.800 toneladas anuales, se fue a pique cuando la falta de mano de obra hizo que las salinas no fueran rentables al no poder competir con la sal marina, obtenida con medios más modernos y menos costosos. En la actualidad sólo queda en Gerri un salinero, Felip Montoliu, de 63 años, que sigue fabricando sal como lo hacían sus antepasados. Una sal que por ser poco refinada sólo se utiliza para el ganado y para conservar los jamones. Para él, la sal forma parte de su vida y de los recuerdos de la infancia. "Aunque es antieconómico, hago sal por afición y porque me da mucha pena que mis salinas acaben siendo un foco de basura como las otras", comenta Montoliu con nostalgia. Le gustaría que alguien continuara el oficio de salinaire, pero cree que sin ayudas institucionales será imposible impulsar definitivamente el viejo proyecto de recuperación de todas las salinas y las típicas casetas de piedra en las que se guardaba la sal. El proyecto sería un primer paso para coger el tren del turismo.

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