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El lago de los prodigios

A un matemático le recuerda un ocho, a un forense un riñón, a un geógrafo la isla de Madeira, pero la Enciclopèdia Catalana se inclina por una imagen más arraigada a la tierra y lo define como una judía. Sus profundidades cenicientas han gestado misterios que fluyen a través de secretos afluentes subterráneos hasta empapar sus territorios ribereños y sus gentes. Voraces remolinos capaces de tragarte y escupirte en lejanos confines, estanques intermitentes, sedientos dragones legendarios y animales prehistóricos vivificados por el líquido elemento conforman el catálogo mitológico de los territorios que circundan el lago de Banyoles. Donde no llegaba la ciencia, emergía la fértil inventiva popular. Alguna explicación debían encontrar los pescadores ante el repentino hundimiento del corcho y el sedal de la caña sin presa alguna en el anzuelo que lo justificara. La respuesta a este misterio está en el origen de los tan socorridos remolinos. Un desafortunado naufragio, bautizado como La catástrofe del 26 de mayo del 1913, contribuyó a fijar en el imaginario colectivo de Banyoles la veracidad de estas fuerzas de atracción acuática. En aquella fecha, una embarcación con una docena de pasajeros naufragó en las aguas tranquilas del lago y causó 10 víctimas que fueron engullidas hacia las profundidades de su azul celeste. Los trabajos de búsqueda de los cadáveres fueron inútiles y sólo después de algunos meses el lago devolvió algunos miembros corrompidos de los ahogados. Los marinos de agua dulce que gobiernan las golondrinas turísticas del lago gustaban de narrar, no hace mucho, las peripecias de algún que otro desafortunado abducido por las aguas, quien después de ser llorado desconsoladamente por su viuda, había sido descubierto tendido bajo la sombra de una palmera en un remoto país tropical o vendiendo cacahuetes en Mallorca. Todo lago que se precie debe tener su dragón. El monstruo del lago de Banyoles eran tan descomunal que podía desecar el estany con un par de sorbos y un chapoteo. Los aterrorizados habitantes de la población se veían obligados a ofrecerle en sacrificio una víctima diaria, tierna y apetecible, para refrenar sus iras. Ni los más valerosos caballeros pudieron con la fiera, afectada de una repulsiva halitosis crónica. Hasta el mismísimo Carlomagno se estrelló ante la impenetrable dureza de sus escamas y fue ahuyentado por su pútrido aliento. Debió de ser Sant Mer, un anacoreta que vivía retirado en los desiertos de Guialbes cumpliendo voto de pobreza, quien, sin otra arma que su fe, amansó la fiera y la condujo como un inofensivo corderillo hasta la plaza mayor para que fuera degollada. En agradecimiento al santo, se levantó una capilla en los terrenos de su modesta cabaña y cada 27 de enero continúa celebrándose allí un concurrido aplec. Al mito del dragón vencido por la fe puede oponerse el de las pícaras Alojes, inmortales hadas lascivas nacidas de la antiquísima tradición pagana. Los palacios encantados de estas bellezas presumidas -siempre pendientes de su reflejo en el lago- y distantes -de trato huraño con los humanos- eran escenario de fastuosas y alocadas fiestas. Ellas mismas se encargaban de clausurar los caminos de acceso a sus dominios tejiendo barreras con hilo invisible. Pero el viento esparcía sus músicas festivas más allá de estos límites. A menudo, algún que otro gemido de placer se colaba en un rústico cuartucho y soliviantaba a un solitario campesino. No era infrecuente que algunos hombres, atraídos por esos cantos nocturnos de sirena o cegados por el resplandor lunar del apetecible cuerpo de una aloja, se aventuraran a romper el tejido invisible trenzado por ellas y penetraran en su jardín de las delicias convencidos de que el precio que pagar, renunciar a la vida entre los mortales, bien merecía la pena. Cuesta imaginar que el territorio de las míticas alojes corresponda a las riberas que hasta hace unos años eran tomadas por hordas inmisericordes de domingueros que en los fines de semana más aciagos habían llegado a superar la cifra de 2.000 individuos. Un plan de usos del estany prohibió el campismo, el esquí acuático y reguló las actividades que debían albergar el lago y sus inmediaciones. Se intentó encajar, conservando el pintoresquismo del paraje, los intereses de hoteleros, agricultores, deportistas, turistas y bañistas. La ciencia define los límites y la formación del lago con una precisión en la que no caben ni remolinos ni leyendas. Mide 2.080 metros de largo por una anchura máxima de 730 metros y una mínima de 235. Un caudal de unos 600 litros por segundo proveniente de manantiales subterráneos mantiene estable su nivel. La colonia animal del lago está compuesta por barbos, anguilas, jureles, tencas y carpas. Éstas últimas fueron introducidas en 1910 y supieron adaptarse con pasmosa facilidad al hábitat lacustre, a diferencia de la colonia de salmones, que pereció rápidamente. Buena prueba de ello es la carpa Ramona, obeso ejemplar bautizado, según parece, en honor de una casposa canción de Fernando Esteso. Este apático e insaciable consumidor de aceitosas patatas chips lanzadas por los turistas desmiente el aura de peligrosidad de estas aguas. No así los insólitos triops, que parecen el fruto de un insano cruce entre un platillo volante y un Alien. Sobre su caparazón resbalan todas las leyes del darwinismo. Este crustáceo de unos 10 centímetros, conocido también como el fósil viviente por sus remotos orígenes perdidos miles de siglos atrás, tiene su ciclo biológico adaptado a las intermitencias de la Platja d"Espolla. Su hábitat ha quedado reducido a este pequeño estanque de aguas efímeras que bebe de los inestables acuíferos de la alta Garrotxa. El agua le da la vida, pero la sequía no puede con él. La turbadora visión de un manto de miles de agónicos ejemplares aprisionados en el fango mientras son atacados con insidiosa voracidad por las moscas verdes, no se borra fácilmente de la memoria. Bajo sus cadáveres quedarán enterrados los huevos que, con la llegada del agua, perpetuarán la especie por los siglos de los siglos. La nómina animal de Banyoles se completa en el Museo Darder, que permite contemplar los exóticos ejemplares rellenados de serrín por el ilustre taxidermista barcelonés. Junto a la exuberancia de la sala de los pájaros o a la de los primates, se encuentra la del hombre, con una colección de cráneos humanos y el espacio vacío que ha dejado la pieza estrella del museo. El guerrero bosquimano, provisto de lanza y taparrabos, espera en la trastienda del museo a que altas instancias internacionales decidan si su futuro está tras la vitrina o bajo tierra africana.

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