"El Robinsón" de Portlligat
Sus señas de identidad son una agilidad de buen salvaje, una piel negra como el carbón, una melena ensortijada, una vieja gorra de plato ornada con arabescos de sal de mar, un escueto bañador-taparrabos y un desgastado billetero de piel al cinto en el que tintinean unas monedas. Juan, conocido popularmente como El Alcalde, se ha erigido en barquero y auténtico guardián de la isla de Portlligat, uno de los parajes más bellos del recién nacido, aunque sin fondos, Parc Natural del Cap de Creus. La vida de Juan sufrió un vuelco hace cuatro años, cuando la desvencijada motocicleta Honda PX con la que había salido de Valencia hacia la vendimia francesa le dejó tirado cerca de Cadaqués. La escasez de semáforos arruinó sus intentos por continuar con su tradicional ocupación de subsistencia, la venta de kleenex a los automovilistas, y acabó recalando en las construcciones de la isla de Portlligat, donde había encontrado sórdido cobijo el turismo más desastrado. Juan, cual sheriff del lejano oeste, impuso su ley. Limpió un paraje sembrado de jeringuillas de yonquis y toneladas de porquería, e instauró razonables normas de aseo y convivencia. Cuando hace dos años la Diputación de Girona compró la isla y derribó el ruinoso caserón, nadie osó separar a El Alcalde de su vergel. Allí sigue, cruzando a los bañistas a cambio de un par de monedas.
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