Salvémonos de los salvadores
Las sociedades democráticas maduras no requieren de salvadores de ningún tipo. Suelen escoger, por los canales establecidos de representación, aquellos representantes que mejor pueden gestionar las aspiraciones y deseos mayoritarios. Ni salvación "in extremis", a modo del invocado paréntesis del orden constitucional, que tanto alegra la memoria de fiscales y gobernantes actuales de nuestro país, ni tampoco salvadores marginales que no pasan sus propuestas por el tamiz de las urnas. La proliferación de salvadores, de uno u otro género, puede alertar sobre el mal estado de salud del sistema, una especie de anuncio de la desconfianza popular en el funcionamiento de las instituciones representativas. En el primero de los casos, el de los salvapatrias, la doctrina política es bien explícita: alegan la salvación en aras de liquidar, o amordazar, el sistema de libertades. Los otros salvadores son más complejos de definir. Se suelen caracterizar por su radicalidad, pareja a la ausencia de contraste de sus propuestas a través del sencillo, y por ahora único, procedimiento de las urnas. Unos y otros, en curiosa coincidencia, aprovechan el sistema para no contrastar la bondad de sus proposiciones, aunque eso sí, no desdeñan medio alguno, subvencionado de preferencia, para alzarse con el monopolio de la opinión, verdadera por supuesto. Viene ello a cuento de declaraciones recientes de altos responsables políticos y judiciales sobre los paréntesis institucionales -vaya cinismo- acaecidos en numerosos países que sufrieron y a veces sufren dictaduras -como el nuestro durante décadas-. Interpretan que se suspende el orden constitucional, legal y legítimo, por un régimen de excepción que, al cabo, mediante transición, transacción, o pacto, desemboca en una restauración del orden civil democrático. Lo ocurrido en el paréntesis apenas si merece la consideración de las situaciones excepcionales. La buena intención de los salvadores excusa sus inevitables, se dice, excesos. De género distinto, decía, son los otros salvadores. Aquí no hay más paréntesis que el que deriva de las urnas. Ni terror ni excepción, y con la oportunidad de defender, en público y en privado, opciones distintas a las que proponen y ejercen quienes nos gobiernan desde la legalidad del sistema y la legitimidad de los resultados electorales. El síndrome de la salvación, que tanto prolifera respecto de parajes naturales, patrimonio histórico, se cura proponiendo alternativas, y desde luego legitimándolas por el único medio legal al alcance de cualquiera dentro del sistema democrático: ganando elecciones. Sustituir este procedimiento, tan sencillo como eficaz, por el alboroto sin argumentos, o tratando de incluir en programas ajenos el fracaso de los propios, no deja de ser además de una fea costumbre una estafa a las ideas que se dice propugnar. Como el viento electoral ya sopla tengo la convicción que habrá más salvadores. De modo entrañable prefiero los segundos. Los primeros, aunque agazapados, confío que no tengan ninguna oportunidad. En todo caso, salvémonos de los salvadores. De unos y de otros. Y obliguemos a los candidatos, a todos, a que nos propongan soluciones, no salvaciones.
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