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Cosmética y dopaje

PEDRO UGARTE Tour de Francia a punto de ser dinamitado por los aires. Y sin embargo no es la primera vez que el deporte (cristalino ejemplo a seguir por la juventud sana e impoluta) se transforma en ámbito propicio para el tráfico de sustancias prohibidas. La taquilla, el vestuario, los gimnasios, el furgón del grupo deportivo, se convierten de pronto en sórdidos garitos donde circulan los últimos prodigios de la química. El que escribe, desde luego, no juzga (Sólo juzga el que escribe sentencias: salvas sean todas las presunciones de inocencia), pero conviene puntualizar los volatines ideológicos que ejecuta nuestra liviana y tornadiza sociedad. Líbrenos el cielo de perpetrar perversas apologías: la droga es cosa mala, pero quizás la lucidez que proporciona un cuerpo inmaculado sea sólo una lucidez de vuelo corto, gallináceo. A veces conviene tomar algo. Lo hacen los jóvenes por la noche (quizás para atreverse a ligar, que siempre fue difícil, sobre todo con aquella chica que tanto nos gustaba), lo hacen los cincuentones en las sociedades gastronómicas. Hasta las más respetables señoras de otro tiempo se emborrachaban a café. Nigel Rees recogió de los grafittis británicos este espléndido aforismo: La realidad es una ilusión que se produce por la carencia de alcohol en sangre. La literatura ha sido tradicional refugio de numerosos adictos. Algunos acabaron muy mal. Pero es seguro que otros no habrían escrito lo suyo de haber llevado una ordenada vida de abstemios funcionarios. Aún estando de acuerdo en lo pernicioso que resulta todo exceso, da rabia el anatema general que recae sobre la vida sedentaria, la opulenta gastronomía, el cigarrillo o el yogur sin desnatar, mientras que sobre los esforzados de la bicicleta (dopados a destajo, quizás) se extiende una comprensión general, una especie de vasta misericordia, a la que no serían ajenas las espléndidas atletas de la antigua RDA (que a saber qué se metían), el velocísimo Ben Johnson (que bien pronto se supo), o la estremecedora anorexia premenstrual de las gimnastas (cuerpos de niña torturados por el hambre y quién sabe por qué más). Ahora parece un crimen tomarse un par de güisquis para terminar una novela y suscita, al contrario, abnegada comprensión el deportista que se chuta raros fármacos para conseguir una plusmarca. Extrañas excepciones, de las que no da cuenta la publicidad del Plan Nacional Contra las Drogas. Son misterios del mundo del deporte, misterios como el puntilloso cuidado por la imagen que se ha impuesto entre tantos esforzados de la competición. En los campeonatos de atletismo, bellísimas flechas negras se cubren de costosos abalorios, salen a la pista con uñas largas y pintadas. Los velocistas, por su parte, lucen cadenas de oro. La moda deportiva, últimamente, se ha vuelto capilar. El nigeriano West, en los mundiales de fútbol, mostraba unos vistosos mechones color lechuga. Los rumanos se tiñeron de rubio en los octavos de final. El equipo de Pantani, al completo, decidió hacer lo mismo durante la última etapa del Tour. Incluso Virenque, en su fugaz participación, mostraba una inédita y trigueña cabellera. Entregados a su público hasta el punto de consentir en doparse, algunos deportistas, que arañan segundos al cronómetro, tienen tiempo, sin embargo, para el tinte y la permanente. Qué extraña frivolidad, cuando en todo lo demás se les obliga a comportarse como auténticos ascetas, a no perder literalmente un segundo, a trasegar en pro de un mejor rendimiento con ampollas de dudoso contenido. Tanta tensión competitiva, tanta circunspección, y sin embargo hay tiempo para ponerse caprichosos a la hora de cuidar la pelambrera. Sally can"t dance, Sally no puede bailar, cantaba Lou Reed, en uno de sus periodos biográficos más negros, cuando la droga estuvo a punto de tumbarle. Quizás también la droga le resultaba indispensable para subirse a esa extraña bicicleta que se llama creación. Por cierto, en la portada del disco, el viejo Lou también se había teñido el pelo. Como Virenque. De amarillo.

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