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La máscara nacionalista

Siempre he pensado que las naciones son como las ciudades: cuanto más grandes, menos opresivas (por lo menos para quienes viven en ellas). Pero se difunde desde hace siglos un tópico que habla de la tiranía de las grandes ciudades, de cómo hacen impersonales a quienes viven en ellas. A esta visión, el tópico opone la libertad de los pueblos o de las ciudades pequeñas, donde rige la medida de la persona y se disfruta de un paisaje urbano y humano no contaminado. No es mi caso. Siempre he sentido una ilimitada sensación de libertad, feliz pérdida y venturoso anonimato cuando me he lanzado desde una estación de tren o un aeropuerto a una gran (y grande) ciudad. Así fue el vértigo que sentí al sobrevolar por primera vez el mar de luz del Londres nocturno, imaginando que en unos instantes podría navegar por él, tan lleno de vida y de historias. No me defraudó entonces, ni lo ha hecho nunca, la estancia en una gran ciudad. Siempre han sido para mí mares de vida llenos de puertos en los que atracar o de islas en las que poder perderse como los héroes malditos de Conrad. Frente a ellas, las pequeñas comunidades siempre me han producido claustrofobia, sensación de ojos que miran a través de las cerraduras, de lenguas que hablan de lo que no les importa, de indiscreción disfrazada de interés, de invasión camuflada de servicialidad. Hasta lo que en Sevilla queda de pueblo chismoso y maledicente, clasista y fisgón, me agobia: ojalá lo pierda pronto y ya nadie pueda decir ese horror de "aquí nos conocemos todos". Dios nos libre de los buenos vecinos empeñados en traspasar los umbrales de nuestras casas y de nuestras vidas sin que nadie los haya invitado. Por eso prefiero las ciudades grandes, y las naciones lo más discretas e invisibles que sea posible. Para quienes sentimos natural aversión por todos los nacionalismos y sus símbolos, cuantos menos haya y más lejos estén, mejor. Por eso me preocupa que quieran meter a Andalucía en esta zarabanda nacionalista que bailan catalanes y vascos, con los gallegos de invitados pobres y los andaluces, como alguien ha dicho, en plan de palmeros (que llegan, además, cuando la fiesta ha terminado). Vacunados contra todo nacionalismo por el nacionalismo españolista, como bien escribió Luis García Montero el pasado sábado, algunos pensamos que no puede haber nacionalismo sin sacralización arbitraria de símbolos, sin hipertrofia grotesca de identidades, sin reduccionismos groseros, sin arbitrariedades culturales o sin segregaciones para con los otros en que se convierten todos los que no comulgan con el credo nacional, hablan otra lengua, tienen otro acento, han nacido en otro lugar o -en los casos más delirantes, como el vasco- no pertenecen a la raza con la que la nación se identifica. Una comunidad podría luchar por sus derechos y afirmar su espacio dentro del Estado sin necesidad de cargarse de retórica nacionalista, sin el oportunismo y la ambición que en el mejor de los casos (en el peor es el fanatismo) han sido siempre los rostros reales escondidos tras la máscara patriótica. Que otros lo hagan no es razón suficiente para que lo hagamos todos.

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