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Contra la noche

Está empezando a divulgarse por ahí la indebida pretensión de atajar el avance de la noche con toda clase de contraofensivas eléctricas. Se trata más bien de un fatuo prurito municipal: el de ir iluminando artificialmente los parajes que en modo alguno necesitaban de ninguna clase de iluminación, a no ser la suministrada por el cielo estrellado o la pálida luna. Me refiero en particular a ese obstinado desvarío de dotar a las playas de su correspondiente alumbrado público, un desvarío -por cierto- que no está ya muy lejos del de recalificar el mar como zona edificable. Tengo entendido que semejante necedad surgió primeramente en la venerable Cádiz -quién iba a decirlo-, donde se instalaron grandes y ofensivas luminarias en la playa de la Victoria, extendiéndose después el invento a la también gaditana Caleta, a la Costilla de Rota y a no sé qué otro enclave aledaño. Estuve en la hermosa orilla de la Victoria a poco de inaugurarse tan prescindible alumbrado. Unas altas columnas galvanizadas, provistas de prepotentes focos, esparcían por la orilla una luz adecuadamente anómala. La naturaleza se disfrazaba así de paraje urbano; el mar adquiría una insulsa tonalidad de acuario y la franja arenosa tenía algo de pista de albero. Toda la playa parecía finalmente un postizo paseo marítimo usurpado a las bellas naturalidades del litoral. Lo que se dice un despilfarro imaginativo. A lo mejor ese prurito de ir contra las sombras de la noche tiene algo que ver con alguna arcaica moralina. Las playas siempre han hecho las veces de albergues gratuitos para secuaces del amor en trance de practicarlo. También han amparado otras clandestinidades igualmente tildadas de perniciosas para la salud del alma. Como decían los viejos educadores, la oscuridad es un idóneo caldo de cultivo donde prosperan muy licenciosos hábitos. En la oscuridad se incuba todo aquello que la claridad aborta. Pero aunque no se incubara nada de eso, siempre sería más plausible prevenirlo. O sea, que la función benéfica de la electricidad nunca como en este caso ha estado más inútilmente supeditada a los preceptos de la vigilancia costera. Ni siquiera me parece aceptable el argumento de que esas playas artificialmente iluminadas amplían los espacios recreativos del vecindario. Que yo sepa, la luz y el esparcimiento no tienen por qué producirse con tan deplorable complicidad. Una cosa es dominar la naturaleza y otra muy distinta enmendar sus más genuinas atribuciones. El torpe empeño de confundir una playa con un estadio, pongo por caso, sólo puede llevar a otro exceso mayúsculo: el de reducir la dignidad impecable de un paisaje al de una mala copia inmoderamente retocada. No sería inverosímil que hasta la fauna costera, ofuscada por tan lumínicas demasías, acabara contrayendo una seria intolerancia a la electricidad. Qué corriente más continua.

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