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Retrato de torero sobre un zoo de ensueño

En alguna pintura rupestre del Maestrazgo, un arquero se las pela para hurtarse a la embestida de un toro de puntas; en el barrio alicantino de Los Ángeles, otro toro también de puntas y un adolescente duermen adosados sobre la acolchada inocencia de sus vidas: si acaso sueña, el adolescente se sueña en una fauna de criaturas cómplices y melancólicas, de hipogrifos, de vestigios, de hidras; si acaso sueña, el toro de puntas se sueña de top model indultado en la pasarela de Osborne, con sus genitales estelares ilustrando las guías turísticas de España. Entre una y otra imagen han pasado casi un millón de años, crímenes de piedra pulimentada, albardas de bronce, dioses beodos, ritos de incienso y sangraza, filósofos macilentos, pueblos abatidos, máquinas de vapor, orgasmos dinamiteros, historias de Hitchcock, mariscales con sesos de acería, revoluciones de sansculottes, industrias de exterminio, Hiroshima y Windows 98. Pero una y otra imagen se han resuelto igualmente en el sacrificio: el toro rupestre asaetado en la cueva Remigia; el toro durmiente descabellado con el estoque o desollado por el jifero municipal. Lo llamaban Gento y a su adolescente compañero de juegos y sueños, Luis Francisco Esplá. Luis Francisco Esplá se le encaramaba a grupas o le frotaba los lomos, hasta que el animal se acomodaba en el suelo, rendido en el sopor de la caricia. En aquella plaza taurina de escuela y capea, propiedad de Paquito Esplá, decano de novilleros en su tiempo y padre de dos matadores, los hermanos Luis Francisco y Juan Antonio tuvieron un cachorro de león. Cuando le empezó a crecer la fiera que llevaba oculta en el instinto y en la elástica sustancia muscular, enrolaron al león en la carpa de un circo. Aquel sueño de adolescente se despliega ahora en su finca El Realet, de Relleu, donde descansa con su mujer Mimi Tarruella y sus hijos, y amplía el inventario de su zoo de fábula: ranas de casta, ciervos, erizos disidentes, liebres alimentadas a biberón, un cocodrilo de estropicios domésticos y un mono descuidero que le robaba las almendras al vecino. El maestro cabalga en sus asuetos, paga sus cuotas a Greenpeace y evoca suertes de relicario: el galleo, la mariposa que le enseñó el propio Marcial Lalanda, el quite de tijerilla, la solemne liturgia del toreo, su estética y los trajes de luces ocres, tostados, sienas, del Maignó, de Mariola, de los puertos de Contrides, "el vestido grana, laca geranio entre pintores, coral entre toreros del siglo pasado, es color de valentía", tórtola y oro, azul pavo, bordados de azabache, alamares a la antigua. Luis Francisco Esplá, nacido en Alicante en 1957, se estrenó de novillero en Benidorm a los 17 años, y tomó la alternativa en Zaragoza, en mayo del 76, de la mano de Paco Camino y en presencia de El Niño de la Capea. Y su confirmación, en mayo siguiente, en Las Ventas, padrinazgo de Curro Romero y Paco Alcaide por testigo. Luego, la vida: redondeles de España y América, triunfos, trofeos y premios, tardes ensombrecidas y heridas en el albero. Y la satisfacción de apadrinar a su hermano Juan Antonio, en Palma de Mallorca. Luis Francisco Esplá se sacó el bachillerato, renunció a su vocación veterinaria, estudio Bellas Artes en San Carlos, formó parte, como matador y por vez primera, del tribunal que evaluó una tesis doctoral en Zaragoza; pinta y escribe de toros, afina su sentido del humor y de la amistad, y le dice a Fernando Claramunt López, para su libro Tauromaquia mediterránea. Mundo interior de Luis Francisco Esplá: "El toreo valenciano es el que los públicos valencianos desean ver, públicos con tendencia tradicional a lo florido, alegre, amable, armonioso. Las gentes del campo en Castilla esperan reciedumbre dramática. Los andaluces nacen más refinados de acuerdo con su sensibilidad". Y afirma que el Maestrazgo es muy torista. Cita en el centro del ruedo y es algebrista de palitroques: placer y miedo, bajo la almohada.

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