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El reencuentro francésJOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

La noticia de apertura de la portada de Le Monde del pasado viernes 17 de julio la protagonizaba Charles Pasqua. Ex ministro francés del Interior, situado en aquel territorio en que la derecha republicana linda con la derecha fascista de Le Pen, afirmaba que es necesario regular a todos los inmigrantes en situación ilegal, los llamados "sans papiers", que actualmente se cifran en unas 70.000 personas. Pasqua rompía con un tabú de la derecha. "Cuando Francia es fuerte", decía el exuberante militante gaullista, "puede ser generosa". En la misma portada, a pie de página, arrancaba una crónica de Thomas Ferenczi con el título ¿El pasado tiene un porvenir?, en la que se cuestionaba la tendencia francesa a hurgar en los desencuentros de su historia. Durante el último año, Vichy, con el juicio a Papon de por medio, y el Libro negro del comunismo han generado amargos debates. Ferenczi citaba a Alain-Gerard Slama, para el cual un repliegue excesivo en la reconstrucción de la memoria puede provocar la desaparición de "las representaciones del futuro". En realidad, las inesperadas palabras de Pasqua, como la reflexión de Ferenczi, pueden situarse entre los efectos -milagrosos en el caso del ex ministro del Interior- de la victoria francesa en la Copa del Mundo. Desde el primer momento una cosa se hizo evidente: en un país como Francia, que no se distingue por la exuberancia y el exceso en las celebraciones colectivas, estaba saliendo demasiada gente a la calle para una celebración estrictamente deportiva. El retablo multiétnico y multicultural que componía la selección francesa catalizó sensibilidades muy diversas. Había, por supuesto, devotos del nacionalfutbolismo que celebraban su triunfo con las mismas estupideces como consignas que encontraríamos en cualquier otro país; pero había también muchos inmigrantes que vieron en aquella selección una plasmación de la realidad social de la que ellos forman parte y que, a menudo, se niega, y había muchos ciudadanos, con grados diversos de relación con el fútbol (estoy sorprendido por los numerosos amigos y conocidos franceses para los cuales este Mundial ha sido su rito iniciático futbolístico), que entendieron que aquella selección ofrecía una oportunidad nada despreciable para apartar de la escena el nacionalismo estilo Le Pen. Las tres dinámicas citadas generaron un efecto bola de nieve que la prensa, los dirigentes políticos y los intelectuales supieron transformar en un mensaje que se impuso rápidamente: el triunfo de la Francia diversa, tierra de integración. Del mensaje ha salido un eslogan que demuestra la mucha rabia que han contenido los franceses en tiempos en que parecía que la historia avanzaba por otros derroteros: "Europa será francesa o no será". Como ocurre siempre que el fútbol es protagonista, se han dicho muchas tonterías, porque nada es tan agradecido como dejarse llevar por esta pendiente triunfal en la que vale todo. Se ha llegado a decir que era el triunfo de la Francia moral de Aimé Jacquet, la de los profesores, la de los trabajadores, la de los curas, sobre la Francia del dinero y la insolencia de Bernard Tapie. Quizá porque los recién llegados al fútbol no saben que Jacquet, Zidane y los suyos no cobran precisamente el salario mínimo. De Zidane a Petit, Francia ha descubierto biografías de jugadores de fútbol atravesadas por la miseria, la inmigración y las tragedias personales. Emmanuelle Petit, que dice que su vida está marcada por la muerte de un hermano que también jugaba al fútbol, en unas declaraciones a L"Équipe dio las bases teóricas del renovado nacionalismo francés. Según Petit, el momento decisivo que impulsó a la selección fue cuando Le Pen les acusó de ser una banda que ni siquiera sabía cantar La marsellesa. Entonces, afirma Petit, comprendieron que su fuerza estaba en la diversidad: un futbolista en funciones de intelectual orgánico de la nación. Los futbolistas ya no son lo que eran. Al final del partido, los jugadores franceses dieron la vuelta de honor al estadio con una gran camiseta de la selección. Quizá sabían que era mejor que una bandera, porque las banderas acaban siendo siempre factor de división. En la euforia, algunos han llegado a decir que la conciencia de la fuerza de la diversidad hacía la victoria francesa casi inexorable. En los momentos de borrachera nacionaldeportiva se es propenso a olvidar un principio que siempre debería tenerse presente: todo podía haber sido de otra manera. Habría bastado quizá que Boban no hubiese dado a Thuram el gol del empate después de que Croacia se adelantara en el marcador para que todo hubiese sido distinto. Y la victoria de la selección más heterogénea habría sido reemplazada por la victoria de una de las selecciones más homogéneas, acuñada en el nacionalismo de la xenofobia y de las limpiezas étnicas. Si alguna cosa enseña el fútbol es que del éxito al fracaso hay un paso a veces absurdamente corto. Francia renueva su orgullo asumiendo el modelo de una selección que reunía a gentes de las más diversas procedencias étnicas y culturales. Frente al nacionalismo blanco, parece haber encontrado el guión para reescribir su identidad abriendo los ojos a la realidad presente de una sociedad diversa. Y al mismo tiempo, ha suturado una herida: el estigma Le Pen, que dolía en el corazón a muchos ciudadanos de un país que se considera patria de las libertades. Francia dudaba de sí misma, se sentía a contracorriente de la historia, empeñada en mantener un Estado fuerte y una sociedad protegida contra la ortodoxia que viene del Atlántico, y angustiada ante las cesiones de soberanía que el cambio de escala impone. En la diversidad de su selección ha encontrado el argumento para seguir sintiéndose líder y portadora de valores. Y se ha agarrado a ella como a una representación del futuro que permita superar las fracturas del pasado. Habrá que ver como digieren la resaca.

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