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Insolaciones

J. M. CABALLERO BONALDUno de los más notorios excesos del verano consiste en su tendencia a abrir una zanja comúnmente infranqueable entre el pasado próximo y el inmediato futuro. No resulta fácil oponerse a esa coacción de la semántica estival, precisamente cuando el tiempo apenas logra desplazarse entre dos fuegos cruzados. Se trata más bien de un tórrido simulacro de limbo que afecta por igual a quienes detestan las excepciones y a quienes gustan de alterar las rutinas de la vida cotidiana. O sea, que también ahora, con las calores, proliferan las erratas de la imaginación: el ayer se aleja a paso de carga y el mañana no termina de llegar. De modo que hay que temerse lo peor. Andaba yo pensando en todo eso cuando observé que una especie de hierro al rojo vivo penetraba en el boquete más sofocante del verano. Sin duda que el incidente muy bien podía estar relacionado con el horno donde se reactiva el calor del infierno. Así que me mantuve en estado de alerta, esperando quizá que alguien viniese a avisarme de que ya estaba allí el incendio de la víspera. Pero me asomé a la playa y no vi sino los tristes desperdicios que deja la noche en la línea de la pleamar. También había niños furibundos y señoras en avanzado estado de cocción. Un relumbre escarlata engullía las restantes relumbres litorales. Enseguida comprendí que había estado expuesto al sol durante todo un temerario minuto. El verano goza ciertamente de una tozuda fama de fogoso, amén de inflamable. Depende por supuesto de la latitud, pero por estas trochas la fogocidad y la combustión son cantidades homogéneas. O eso dicen. Las calenturas de varia erección, las concentraciones de ozono, las asfixias por inmersión en las calles de la siesta, sincronizan de lo más bien con la astenia permanente, la dilatación de los cuerpos y el estancamiento de las ideas. La única ventaja es que, con la canícula, amainan los sermones y se acentúan como una acuciante propensión a descreer de la conveniencia de los anticongelantes. Siempre pensé que había que eludir a quienes no padecen el estigma del calor y soportan la sed con la misma contumacia con que emiten dogmas. Son individuos que profesan sañudamente la tradición, propugnan la abstinencia y alardean del vicio de no estar nunca ociosos. Se trata de los peores fogoneros del barco del verano, cuya actividad colinda con el ejercicio innumerable de la sandez. Pero todavía quedan infractores que guardan el sudor en viejos envases de ansiolíticos y dilapidan sus reservas de bochorno en compañía de desmemoriados. Saben muy bien que un método infalible para combatir el calor consiste en negarse a oír las peroratas de los necios. Estoy de acuerdo con ellos, sobre todo porque también aportan un aire fresco a las inclemencias de cada día.

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