Prensa en la picota
La libertad de expresión es a la democracia lo que el oxígeno a la vida. Se ejerce todos los días en todos los ámbitos de la vida social, pero en gran parte fluye a través de los medios de comunicación. De ahí que hayamos repetido en múltiples ocasiones que los periodistas son sólo los depositarios profesionales del ejercicio de un derecho cuyos titulares son todos los ciudadanos. De ahí también que la sociedad les exija rigor en su trabajo. Cuanto más escasa sea su credibilidad, más ambiguo es el juego que se ejerce sobre la libertad de expresión, como demuestra el sesgo que está adquiriendo una medida como el cierre judicial del diario Egin , que poco tiene que ver con el ejercicio de este derecho fundamental.En las últimas semanas parece haberse abierto en todo el mundo, con diversos grados, un debate sobre el papel de los medios de comunicación -y sobre la credibilidad que merecen sus informaciones- en la sociedad del fin de milenio. Peter Arnett, premio Pulitzer por su trabajo informativo en la guerra del Vietnam y periodista que cubrió la guerra del Golfo desde Bagdad (Irak) para la CNN, se ha convertido en la representación misma del desconcierto de la profesión periodística. Arnett acaba de sufrir el golpe más serio que puede recibir un periodista: su reportaje -aportó su marca, firma y voz, aunque no lo supervisó- sobre un supuesto bombardeo con el mortífero gas sarín por parte de tropas estadounidenses en Laos, en 1970, se ha desvelado erróneo. La CNN, que lo emitió, y la revista Time, que lo publicó y distribuyó a centenares de periódicos en el mundo -EL PAÍS entre otros- han tenido que pedir excusas. Éste no es un caso aislado, sino el punto culminante de la crisis de credibilidad que sufren los periodistas norteamericanos y que refleja de forma dramática un estudio del semanario Newsweek, en el que un 53% de los encuestados considera que los medios de comunicación "distorsionan la realidad".
Pero la crisis de credibilidad del periodismo afecta a todos los países, a todos los medios y a todas sus modalidades. Entre otros, a España, como revela una encuesta encargada por la Asociación de la Prensa de Madrid: sólo un 30,8% de los encuestados da credibilidad a la información política española, y un 50,7% atribuye la falta de confianza en los periodistas a "la guerra entre medios". La competencia creciente y con frecuencia salvaje entre éstos tiene mucho que ver con el relajamiento de los criterios profesionales y éticos de los periodistas. Pero también la aparición de nuevos medios, como Internet, donde cualquier ciudadano puede colocar rumores sin confirmar y conseguir un efecto de arrastre de los otros medios.
Los problemas deontológicos de los periodistas no han sido nunca propiedad gremial de estos profesionales, porque afectan directamente a libertades y derechos de todos los ciudadanos. Pero en el nuevo mundo global y cibernético, los debates periodísticos se están desplazando aceleradamente hacia el centro de la vida social y política, hasta el punto de que se ha acuñado el concepto de democracia mediática. Crece a la vez la responsabilidad de las empresas periodísticas y de los periodistas, porque creciente es la posibilidad de instrumentalización y manipulación. (Véase de nuevo el caso Egin, que puede demostrar la posibilidad de utilizar medios de comunicación para financiar y coordinar actividades terroristas.) Delimitar claramente los campos y reglas de juego deviene en una obligación del Estado de derecho, precisamente para que el ejercicio de la libertad de expresión no quede contaminado por el uso ilícito, cuando no criminal en algún caso.
Pero con mucha mayor frecuencia el deslinde es una cuestión profesional, que requiere ante todo el acuerdo de profesionales y empresas para establecer un código deontológico exigible para aquellos que decidan asumirlo libremente. Una especie de denominación de origen de aplicación voluntaria.
Es una tarea que incumbe, ante todo, a periodistas y empresarios de la comunicación, y no a los poderes públicos, aunque ciertamente es imprescindible contar con sistemas judiciales eficaces y rápidos que resuelvan los conflictos. Es un objetivo deontológico y una necesidad profesional y empresarial en la que está en juego el futuro del oficio: la credibilidad la exigen los clientes, sean lectores, oyentes o telespectadores. En el nuevo mundo cibernético sólo las marcas de comunicación con el prestigio de su credibilidad y su buen hacer podrán distinguirse y competir con el alud de informaciones incontroladas que ya está cayendo sobre el público. De ahí que dos grandes marcas como Time y CNN hayan sido tan drásticas a la hora de corregir la información errónea. Todos deberíamos aprender esta lección en la que nos jugamos el futuro.
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