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El nuevo sol, la pequeña esperanza, la unidad

En la prensa -aún más en el ensayo- anglosajona está de moda desde hace, tal vez, unos tres años señalar que Francia está empeñada en una batalla, probablemente perdida, contra las consecuencias de la globalización. Batalla de retaguardia frente a la vigencia del pensamiento único. Pugna imposible por el mantenimiento de la protección social del ciudadano, fruto de épocas pasadas, keynesianas y dispendiosas. Francia, según las páginas de The New York Times o de esa biblia de nuestro tiempo al alcance de todo el que sepa de qué va el tema, el rosado Financial, se resiste a la verdadera reforma estructural que trata casi exclusivamente de la instauración de la máxima libertad en el terreno de la contratación -y despido- laboral. A la vez que quiere compaginar el proyecto europeo con tropismos evidentes y escandalosos de la antigua soberanía. En el terreno de la diplomacia, dicen nuestros amigos anglosajones, Francia pretende seguir viajando en primera clase cuando no ha pagado sino billete de segunda, pese al aparato -complementario del general- nuclear, su sillón en el Consejo de Seguridad y el control desde el Elíseo del subsistema africano francófono.Y esta operación, con el patetismo de quien se esfuerza en mantener la vieja finca de la familia fuera del acoso de los usureros balzacianos, se cubre de la retórica sobre la nación, su papel civilizatorio y sobre la unidad de la misma que alisa todas las arrugas y erupciones de los elementos que la componen, a veces con dificultad, en muchos casos con tensión.

La victoria de los azules en la Copa del Mundo ha desencadenado, como es natural y hubiese ocurrido en cualquier país, una oleada de entusiasmo y unas alegres rompientes de retórica. A nivel culto -y, por lo que se ve en las imágenes de televisión en esa eufórica y larga noche del 12 al 13 de julio, también popular-, el tema subyacente es el de la unidad nacional de una sociedad en buena parte multirracial. La unidad nacional fue un tema de la izquierda, pero la derecha tiene especial habilidad para enarbolarla y para utilizarla. Cubre las fracturas de las luchas de clase. Barrès sobre Jaurès. Ya no hay metecos ni norteafricanos, sino ciudadanos cuyas diferentes condiciones no borran ni deben obstaculizar la unidad profunda. Que no es la superación de diferencias étnicas y plurilaterales. Porque no hay, no debe haber, definiciones pluriculturales, sino la fusión en una sola identidad cultural, la nacional, cuyo tronco es occidental y, para la derecha, cristiano, mientras que la lectura general es la republicana.

En este sentido, es interesante leer la prensa de derechas de estos días. Le Figaro del 13 de julio, mañana que siguió al triunfo, consagra a la victoria de los azules un estupendo -por escritura y por capacidad reveladora- artículo de Alain Peyrefitte y otro de Jean d"Ormesson. El 14, otro, titulado El nuevo sol, firmado por George Suffert, viejo amigo de cuando todos estábamos en la izquierda. (Jean d"Ormesson es uno de los autores conservadores que leo siempre desde que cayó por azar en mis manos, ya hace años, una pequeña joya salida de su pluma: Garçon, de quoi écrire).

Le Figaro llega a citar a Péguy. Cuando se le cita es que se convoca a algo grande, tal vez a algo vago y no analizable en términos sociológicos, pero inmenso. Se invoca "a la pequeña esperanza" peguniana que mostraba la luz en los tiempos confusos de la III República y en las brumas que siguieron a la derrota del año cuarenta.

La victoria de los azules casi coincide el 14 de julio. Según Suffert, la conmemoración de la toma de la Bastilla iba perdiendo sentido. Fue primero anual reafirmación de la negación a todo residuo del Antiguo Régimen, memoria de las provincias perdidas entre 1871 y 1914; fiesta de la libertad recuperada en 1945, lenitivo a la desmembración del imperio colonial, potenciación de opuestas concepciones bajo la V República; ahora, afirmación de la unidad nacional cuya manifestación espectacular es el mismo equipo francés de fútbol. Este equipo -que es azul, dice Peyrefitte, como las dinastías que crearon políticamente a Francia- es multirracial. Pero, cuidado. No es pluricultural, ni multiétnico. Pluriculturalismo y coexistencia étnica no casan con la política de asimilación que la derecha civilizada ha heredado de la tradición republicana.

Entre los vencedores de Brasil, para los que la asimilación no es doctrina, sino en buena parte realidad, hay un Kabila que decidió la victoria, un guadalupeño infranqueable, un africano, un Kanaka, un descendiente de armenios, un pirenaico, el portero que vuela casi hasta fuera del área, y faltan, esta vez, nombres españoles. Todos cantan La marsellesa. Le Pen, cuando les bleus fueron en otra ocasión eliminados, gritó que nada se podía esperar de un conjunto que no sabía entonar el himno nacional. Todos cantaron en esta ocasión. Los franceses, ese himno casi universal. Los brasileños, el suyo, que, como la mayoría de los de su zona geográfica, suena a coro de ópera italiana del siglo pasado, lo que es probablemente su origen. La torcida brasileña cantaba seria, bajo los colorines verde y amarillo de la pintura de sus caras, con el brazo flexionado y la mano sobre el corazón. Todo el estadio, La marsellesa. En el ritmo rápido de marcha de ejército del Rin, y no pausado y grave que quiso imponer Giscard d"Estaing. (Nada más revelador de lo que es el mito nacional que contemplar a muchachos ondulantes e incontenibles de verde-amarillo recogidos en la solemnidad de la liturgia del himno patrio).

Naturalmente, azules y verdegualdos juegan al fútbol en otras partes. Los franceses, de cualquier origen, en Italia, en España, en Inglaterra -esto ha mejorado su juego y su pegada-; los brasileños se han europeizado futbolísticamente. Han perdido cintura. No sambean, son menos lúdicos y, como se divierten menos, pierden. Ronaldo juega menos y es menos feliz. Le pasa como

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a los amigos de Guillermo Brown, los proscritos, que no osaban hablar entre ellos cuando sus madres les obligaban a vestirse de punta en blanco y lucir cuellos de celuloide.

La tesis de Le Figaro es que el equipo es manifestación de una sociedad multirracial, pero no pluricultural. La aceptación de una sola cultura -la francesa europea- no está en duda. Naturalmente, quienes consideran que la pertenencia a otra religión o tradición puede manifestarse en atuendo o en identificación inmediata -por ejemplo, el uso del chador o el pañuelo- están pecando contra el laicismo republicano y la identidad única.

He leído recientemente que un hombre de origen de las Indias occidentales tiene en la Gran Bretaña siete veces más probabilidades de casarse con una europea en aquel país que un afroamericano con hembra blanca en América. Algunas ciudades inglesas, algunas, son ámbito más multirracial que las francesas. Multicultural va siendo Europa, y parcialmente multirreligiosa, Francia aportó la doctrina, una doctrina rechazada por quienes antes exigían la supremacía de las raíces y que en materia de nacionalidad obligaba por el ius sanguinis y siempre sometida a tensión.

En todo caso, los bleus victoriosos han desmentido a nivel popular a Le Pen. Es la mayor aportación de una Copa del Mundo no extraordinaria en juego. Le jour de la Coupe ("le jour de gloire") est arrivé, titula Le Monde, periódico que hasta ahora contenía la búsqueda de espectacularidad en sus titulares.

Fernando Morán es eurodiputado socialista y candidato del PSOE a la alcaldía de Madrid.

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