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Hemingway

Las turistas norteamericanas de edad madura suelen acosarme todos los veranos por la plaza de los Naranjos marbellí, sobre todo si se me ha ocurrido endosarme el chaleco multibolsillos de reportero o fotógrafo épico. Al cruzarme con ellas me miran sorprendidas, vacilan un poco, vuelven a mirarme, se les ilumina el rostro y me llaman Ernest, así, todo seguido. A veces, al pasar ante las terrazas (muy maniobrero), me descubren de lejos, se ponen muy contentas, agitan las manos, gritan "¡Ernest!" como locas. Y es que piensan que me parezco al gran Ernest Miller Hemingway, aunque yo sé muy bien que no es así. Literariamente, no me veo recibiendo el Premio Nobel, nunca me ha dado por ahí. Físicamente, aparte de la barba, el pelo y la corpulencia, ¿qué quieren que les diga?, no me parezco, no.Humanamente, mucho menos aún. Yo maté algún tordo, algún gorrión y algún "tontuso" (así llamábamos en Guadarrama a una especie de pájaro) con mi rifle de aire comprimido a los catorce años, fui a alguna corrida de toros en plazas pueblerinas todavía de carros, mas para los veintitantos ya era incapaz de masacrar una simple cucaracha, y así sigo. El "tío Ernesto" gustaba de matar por matar, aunque su buen padre, el doctor Clarence Edmonds Hemingway, le había aconsejado que jamás obrase así por placer (tras instruirle en el manejo de las armas siendo aún un niño), gustaba de ver cómo los demás torturaban y mataban también para divertirse, o "para ganar la gloria", vivió "a lo macho", encontró su néctar existencial en los campos de batalla y los ruedos taurinos.

Todo esto viene a cuento, o puede que no, de la exposición Hemingway y España, que se celebra en el madrileño Círculo de Bellas Artes y estará abierta hasta el día 30 de julio. Hay fotografías, carteles taurinos y cinematográficos, una sala de proyecciones, una muestra de documentos y primeras ediciones... ¡Qué magnífica complejidad la del personaje de Ernest Hemingway! ¿Fue un héroe? Sin duda. ¿Una víctima? También, sobre todo de sí mismo. ¿Un ser vulnerable y acomplejado? Me temo que sí.

Lo primero que capta nuestra atención al penetrar en la sala es la fotografía, a mano derecha, de su entierro. Es como en las películas que empiezan con la muerte del protagonista y luego rehacen y recuentan su vida, y es terrible. Ernest andaba a la greña con Fidel Castro y su hospitalidad revolucionaria, estaba triste y enfermo, se había mudado a Ketchum, Idaho, tenía en el bolsillo los billetes para desplazarse al día siguiente a España y las entradas para los sanfermines, pero no pudo o supo esperar. El 2 de julio de 1961 apoyó sobre su frente la escopeta de matar pichones (tenía escopetas para todo) y se quitó de en medio. Foto terrible la de su entierro, digo. Un puñado de gente, muy poco para él, parada en un desierto. Más allá, una urna o no sé qué con forma de contenedor-Manzano. Aún más lejos, unos cerros pelados y ominosos, como los que aquí se avistan por las cercanías de Chinchón o Titulcia, y tras ellos, cielos negros, inclementes. Y es muy difícil animarse contemplando después la foto de Ernest vestido de niña (hasta los cinco o seis años, su madre, Grace Hall Hemingway, a la que de mayor solía apodar "la vieja arpía", le vetó el atuendo masculino), la foto de Ernest con su hijo Gregory, un niño, y sendas escopetas, la foto de Ernest herido en la I Guerra Mundial. Menos mal que fue muy feliz enamorándose de la enfermera Agnes von Kurowsky, como su personaje Frederick Henry (Adiós a las armas) de Catherine Barclay, aunque la historia real resultó efímera y la ficticia acabó, ¿cómo no?, en un baño de sangre y muerte.

Guerra civil española. Ernest, tan ardiente defensor de la causa republicana en la guerra como de los sanfermines en la posguerra, aparece en el frente de Guadalajara y, sin transición, en Pamplona cantando el Riau-riau. Finca Vigía, en La Habana, bajo el mecenazgo de Fidel y un cartel escasamente hospitalario a la puerta: "Aquí nadie venga sin ser llamado". Con Antonio Ordóñez. Con Pío Baroja. Kenia, con víctimas cornúpetas a sus pies... La historia de Hemingway recuerda mucho la de El viejo y el mar, que le valió un Pulitzer. Es la historia del depredador depredado.

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