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La mudanza

El protagonista de esta banal historia madrileña había vivido a lo largo de toda su niñez, adolescencia y primera juventud en la calle de Alberto Aguilera, es decir, en los extintos "bulevares". Había crecido a la sombra de sus viejas acacias y degustado en primavera, a falta del suficiente pan, el nutricio "pan y quesillo", que entonces devoraban los niños con cierto fervor ritual, más o menos como los judíos el maná del desierto. En las mágicas noches del temprano estío cantaban tan frenéticamente las cigarras que apenas resultaba posible escuchar allá abajo el paso sutil del elegante tranvía 1.001, blanquiazul como el manto de la Inmaculada, ni podía nuestro héroe dejar de enamorarse de una niña rubia, altita, guapa, desgalichada y limpia limpísima que se llamaba Alicia. Contaban ambos a la sazón catorce años, y era la existencia de leches y mieles.Se hizo hombre del todo, casóse con una morena de verde luna, se reprodujo con saña. Los gorjeos de sus niños resultaban ahora infinitamente más hermosos que la antigua sinfonía de las cigarras y España iba bien dentro de un orden (y de una disciplina) hasta que un mal día arribaron los hunos del ayuntamiento y, tras desenterrar con mucho aparato el hacha de guerra, talaron las acacias. Bajo los balcones, los ojos, los oídos y el alma del interfecto brotó una ruidosa, deletérea y pelada carretera, lo que le valió caer en una profunda melancolía. En aquella época había libertad sin ira para suicidarse desde el Viaducto, algo es algo, mas no resultaba justo condenar a la orfandad a aquellos angelitos, de modo que se limitó a mudarse con "pari", niños y bagajes a un barrio, entonces ignoto, al que denominaban, vaya usted a saber por qué, "Gran Madrid".

Tremendo cambio después de toda una vida, mecachis, pero encontró muchos silencios y también, ante la puerta de la nueva casa, un parterre con arbolillos que tarde o temprano, Dios mediante y con la venia de la autoridad municipal, podrían convertirse en arbolones. El edificio daba a dos calles, y él eligió la fachada trasera por su quietud, ocupando con su tierna aunque ya multípara esposa la alcoba principal, "una habitación con vistas". Qué increíble sosiego, qué inusitado privilegio el de dormir con las ventanas abiertas de par en par. ¡Qué guay! ni un ruido a partir de las ocho de la tarde. Se embriagó de silencios, reconciliándose enseguida con el barrio. Y durante algunos miles de noches durmió como un pachá.

Hasta hace mil noches o así. Se empezó a hablar entonces de convergencia, Maastricht y otras cosas no menos raras, y el excelentísimo Ayuntamiento de la ciudad, presidido por el señor Álvarez del Manzano, deseoso de colocarse en el vagón de cabeza de los "mastriquitas", adquirió a troche y moche ruidosas maquinonas y tonantes accesorios para dejar la ciudad limpia como una patena. Se eligió la calle de nuestro hasta entonces feliz paterfamilias como banco de pruebas de aquellos despiadados inventos y todavía los siguen probando. Lo más lacerante del caso es que no había, ni hubo, ni hay, justificación alguna para tal escarmiento. ¿Por qué, por qué, por qué la obsesión limpiadora, la cotidiana reiteración, la nocturnidad escandalosa... si no hacía falta? ¿Por qué en una calle previamente tranquila vulneraba así el silencio nocturnal precisamente quien debía defenderlo? ¿Para qué el asombroso derroche? Nuestro cristianísimo paterfamilias vio destruidas para siempre sus noches placenteras. Se movió, escribió cartas a los periódicos, intentó razonar con los prohombres y promujeres de la cúpula edilicia. Ni puto caso. A la una de la madrugada, camión regador. A las dos, basureros: destellos, chirridos, frenazos, voces. A las dos y media, el conserje del bloque de enfrente, un sádico, subiendo los contenedores a la acera, tapándolos con doloso estrépito. A las siete y media de la mañana, tubos horrísonos. Pastillas para dormir, cierre de ventanas, sofoco, insomnio, pensamientos penosísimos en las largas madrugadas de vigilia.

Hace poco, el pobre señor se ha mudado a un cuchitril en la parte interior de la casa, asomado a un lóbrego patio. Cierra puertas y ventanas, tápase los oídos, incrementa poco a poco la dosis de somníferos. Se muere a chorros de calor. No lo entiende. ¿Por qué su calle, por qué él?

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