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Tribuna
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Ambulancias

Son esos vehículos que llevan dentro el sufrimiento y la esperanza; pasan como exhalaciones, envueltos en horrísono estrépito. De esa forma se supone que logran abrirse paso entre el denso tráfico de la ciudad. Como en la mayoría de las circunstancias, pueden considerarse desde dos puntos de vista: el externo, el del peatón o el vecino ensordecido por la alarma y el automovilista que quizá va escuchando la radio de su coche o hablando por el teléfono portátil, de un lado; de otro, el ser dolorido y leso cuya vida puede depender de la celeridad con que sea conducido hasta el hospital. Hace mucho tiempo que el conductor habitual reacciona como es de esperar, abriendo hueco, subiendo, incluso, a la acera, vulnerando un semáforo ante la ululante prioridad que así lo exige. Es decir, todo el mundo cede el paso ciegamente. Rara vez alguien rezonga que el mismo efecto es alcanzable sin tanto ruido.De antiguo he sentido la fascinación por las ambulancias y, en cierta extravagante época, incluso pensé, seriamente, en comprar una, para mi uso personal, acondicionada a la posibilidad de ser transportado confortablemente, mejor quizá que sobre la suspensión del coche más caro del mundo. No se trataba de abusar de una apariencia solvente que enmascarase tipo alguno de prepotencia o favor bastardo. Iría en mi ambulancia, observando respetuosamente cuantas normas regulan la circulación, sin hacer uso de la sirena más que en lugares solitarios, como Los Monegros, ni exhibir los signos externos que hacen respetable este tipo de vehículos. Una manía inocente que a nadie perjudicaba, y tampoco violentaba modos y hábitos de la comunidad. El interior se hallaría acondicionado como una roulotte carente de pretensiones y no descartaba la posibilidad de prestar diligente y desinteresado auxilio en cualquier ocasión de urgencia. Me veía yo como una especie de Zorro o Robin Hood urbano, echando una mano allí donde fuera menester.

No traería este recuerdo, sin cierta pertinencia, tanto en el pretérito como en nuestros días. He de retroceder al 15 de marzo de 1978, fecha en que estaban poco asentadas las libertades formales y los jueces mantenían una irresistible inclinación a que comparecieran los periodistas ante su presencia, si bien las secuelas rara vez fuesen lamentables. La fecha me la da un recorte de EL PAÍS del día siguiente, cuyo pie reseña que fui trasladado en ambulancia hasta el juzgado de instrucción para prestar declaración por querella del fiscal, basada en un artículo de José Bergamín, publicado en el semanario del que yo era director y editor. Se menciona que acababa de sufrir una neumonía y comparecía so pena de ser conducido por la fuerza pública. Apercibimiento y enfermedad eran ciertos.

Podía haber enviado un certificado médico, como hacían los toreros cuando no estaban dispuestos a realizar toda la faena con el estoque de verdad, pero la inclinación hacia las ambulancias me sugirió realizar esta prueba. Por supuesto el juez se llevó un susto morrocotudo y, si llega a reaccionar con diligencia, quizá hubiera echado mano de la fórmula del desacato, que tan cara les ha sido. Confieso que disfruté como un infante. Tumbado en la camilla, veía pasar, por entre los cristales esmerilados, el paisaje de Madrid, mejor dicho, las fachadas desde el piso segundo hacia arriba y las copas de los árboles. Partidario de la puntualidad, confirmé la hora de la citación judicial y eché un vistazo al reloj; faltaban ocho minutos. "¿Por dónde vamos?", grité al conductor. "Cruzamos la plaza de Colón", fue la respuesta. La sede de los juzgados se encontraba entonces junto al Tribunal Supremo. "Tire hasta Cibeles y dé la vuelta, por favor. Y meta la sirena, amigo". Llegamos con precisión británica y el uso de la señal acústica parecía justificado: me convocaba la justicia, aunque, la verdad, era para una tontería.

Pasó el tiempo y con él muchos acontecimientos de toda índole. Hasta que el lunes pasado un percance en la salud exigió el ingreso hospitalario, en urgencia, nada que que no se pudiera remediar con Buscapina.

La ambulancia era muy parecida, la ocasión distinta y su motivo, el improrrogable tributo que presenta el paso de los años. Sigue siendo una frustración el asunto de las ambulancias.

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